Irás acaso por aquel camino
en el chirriante atardecer de cigarras,
cuando el calor inmóvil te impide,
como un bloque, respirar.
E irás con la fatiga y el recuerdo de ti,
un día y otro día,
subiendo a la montaña
por el mismo sendero,
gastando los pesados zapatos
contra las piedras del camino,
un día y otro día gastando contra las piedras
la esperanza, el dolor,
gastando la desolación, día a día,
la infidelidad de la persona que te supo,
sin embargo, querer
(gastándola contra las piedras del camino),
que te supo adorar,
gastando su recuerdo
y el recuerdo de su encendido amor,
gastándolo hasta que no quede nada,
hasta que ya no quede nada
de aquel delgado susurro,
de aquel silbido,
de aquel insinuado lamento;
gastándolo hasta que se apague
el murmullo del agua en el sueño,
el agitarse suave de unas rosas,
el erguirse de un tallo más allá de la vida,
hasta que ya no quede nada
y se borre la pisada en la arena,
se borre lentamente la pisada
que se aleja para siempre en la arena,
el sonido del viento,
el gemido incesante del amor,
el jadeo del amor,
el aullido en la noche de su encendido amor
y el tuyo
(en la noche cerrada de su abrasado amor),
de su amor abrasado que incendiaba las sábanas,
la alcoba, la bodega,
entre las llamas ibas abrasándote todo
hacia el quemado atardecer,
flotabas entre llamas sin saberlo
hacia el ocaso mismo de tu quemada vida.
Y ahora gastas los pies contra las piedras
del camino despacio,
como si no te importara demasiado el sendero,
demasiado el arbusto,
la encina,
el jaramago,
la llanura infinita,
la inmovilidad de la tarde infinita,
allá abajo, en el valle de piedra
que se extiende despacio,
esperando despacio que se gasten tus pies,
día a día,
contra las piedras del camino.
Carlos Bousoño