En esta hora lívida de la primavera, al caer la tarde,
después de una reciente lluvia,
las flores brotan en el jardín claras y misteriosas,
y oigo carreras en la calle, después silencio,
siento la soledad herirme,
y ahora pasos y voces. Cesan. Canta un muchacho,
y adivino en sus ojos la despedida de esta luz cansada,
de este día terrible para tantos,
mientras su voz se aleja por la noche.
Ahora que no hay felicidad,
quiero encontrar un rostro que refleje su luz,
mirar caer la noche sobre el campo dormido,
oír cantar un pájaro con dulzura inocente.
Y ahora que de ella nada queda en mí,
yo quiero contemplarla en lo que existe y la retiene,
y con ojos serenos me asomo a la ventana
para ver un hombre con un perro, conversando unos niños,
un balcón encendido.
Hay un sordo dolor ante este frío oscuro
que se agolpa más allá de las horas de la vida,
y busco un rostro que refleje luz,
alguien que, como yo, teniendo muerte sólo,
tenga también, como tuviera yo,
venciéndola, la vida.
Los niños se dispersan, el balcón se ha apagado,
se hunde en la noche el hombre con su perro.
Francisco Brines