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31 de octubre de 2020

EL DIA DE DIFUNTOS




En la invasión del cólera
Hoy canta la 
humanidad 
del mundo en la pompa vana
ese terrible Mañana
que flota en la inmensidad;
de medrosa soledad
miro la muerte a través,
y de un sepulcro a los pies
hoy descuelgo el arpa mía,
como la rama sombría
que se arranca del ciprés.


Ronco y fúnebre laúd,
que exhalas gritos de llanto; 
¡cuán triste suena tu canto
al borde del ataúd!
De tus cuerdas la virtud
trueca el canto en oración,
y de tan lúgubre son
se arrastra doliente el eco,
cruzando de hueco en hueco
los muros del panteón.


La ermita, el monte, la cruz,
la luna que apenas arde;
el sol, que esconde en la tarde
el desmayo de su luz;
todo en su denso capuz
la noche lo va encerrando;
y mientras que van pasando
tantas visiones oscuras,
detrás de las sepulturas
está la muerte acechando.


Hoy en negros panteones
va la humanidad cansada,
llorando sobre la nada
de muertas generaciones.
Vuelan santas oraciones
por los aires fugitivos; 
y de sus penas cautivos,
y de lágrimas cubiertos,
bajo el cráneo de los muertos
llegan a pensar los vivos.


Allá en la mansión desierta,
hijo de un alba sombría,
de la muerte el triste día
en las tumbas se despierta.
La luz palidece incierta
cual lámpara sepulcral;
y entretanto el vendaval,
allá en la ermita lejana,
no arrastra de la campana
el gemido funeral.


No corre el pueblo sombrío
que en su hogar doliente reza,
como en valle de tristeza
corre macilento río.
No adorna el sepulcro frío
con fantástico oropel;
no busca en raudo tropel
de la muerte el mundo inerte:
hoy, la sombra de la muerte
viene a visitarlo a él.


Canta, pueblo, en otro altar
tu súplica funeraria;
eleva a Dios tu plegaria
desde el fondo de tu hogar.
No intentes, no, traspasar
de las tumbas el misterio;
en lóbrego cautiverio
sigue oculto suspirando,
que hoy la muerte está guardando
las puertas del cementerio.


No es esa muerte atrevida
que del mundo en la corriente
nos arranca frente a frente
el aroma de la vida.
No es la muerte adormecida
que perfuma la oración;
muerte de resignación
que sola en nuestro retiro
nos roba el postrer suspiro
con besos de religión.


No es el mar que en ronco grito
hirviendo en opacas brumas,
guarda en montañas de espumas
el volcán del infinito. 
No es el fantasma maldito
que en el sueño nos aterra;
no es la sangre ni la guerra
que palpitan sobre el mundo,
ni el torpe reptil inmundo
que arrastra polvo en la tierra.


Es la muerte que abrasada
con fétido aliento impuro
mancha del Ganges oscuro
la corriente emponzoñada;
es lágrima envenenada
de Satanás desprendida;
es la ráfaga encendida
que con sus alas traidoras
va trastornando las horas
en el reloj de la vida.


Mas ¡ay! como el mar sepulta
en su abismo la tormenta;
como el huracán que alienta
en los espacios se oculta;
como la montaña inculta
quebranta su poderío,
así tú, monstruo bravío,
por los mundos tropezando, 
al abismo vas rodando
de tu sepulcro sombrío.


Sí, que con vuelo fecundo,
lejos de estéril desmayo,
Franklin arrebata el rayo,
Colón arrebata un mundo.
Así de tu aliento inmundo
se arrebatará la esencia;
y libre de tu presencia
uno y otro continente,
irás a esconder tu frente
en la tumba de la ciencia.


El asilo abandonado,
las quejas y los clamores,
el árbol de los amores
por el Monstruo arrebatado;
el ciprés acongojado,
centinela del hogar;
la compasión, el altar
que inspira dulce misterio...
Ese es hoy el cementerio
donde vamos a rezar.


Ni cintas, ni flores bellas, 
ni símbolos, ni memorias,
ni lámparas mortuorias
que son de la tumba estrellas.
Ni una flor deja sus huellas
sobre los sepulcros yertos;
suenan lúgubres conciertos
con murmullos aflictivos,
y apenas caben los vivos
en la mansión de los muertos.


Hoy sus ecos virginales
mi lira hasta Dios levanta,
mientras que la muerte canta
nuestros mismos funerales.
Las campanas sepulcrales
callan su triste oración;
no arrastran su ronco son
de los aires por las olas,
y quedan doblando a solas
mi desierto corazón. 


Antonio F. Grilo