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5 de abril de 2022

A MI MUJER



Dedicatoria


El que va tras flores halla espinas.
El que va tras espinas halla flores.







Entre incesantes,
improvisas fiestas,
¡cuán presto pasa el suspirado día
que bulliciosa turba en las florestas
consagrara al amor y la alegría!


¡Cuán presto!... Ved. -La tarde moribunda
los párpados entorna en Occidente,
e inadvertida oscuridad profunda
va envolviendo al tropel indiferente...


Melancólico al fin lejos resuena
el toque de oración, eco de un mundo
que a Dios acude en su constante pena,
y, tétrica y medrosa,
la antes alegre turba bulliciosa
regresa a sus hogares
y al cotidiano afán de sus pesares.


¡Pasó, y no volverá! ¡Pasó aquel día
de vano aturdimiento y de locura
que les dispuso en la enramada umbría
el genio del placer y la hermosura!


Helos tornar entre la sombra oscura...
¡Feliz aquel que vuelve aprisionado
en las redes de amor, y enamorada
ve a la prenda querida que a su lado
suspira por la luz de una mirada!


Pero, de tantas descuidadas risas,
de la danza frenética y del canto,
de los besos fiados a las brisas,
¿qué más le resta que mortal quebranto
al que en su pobre corazón vacío
tan sólo siente el gotear del llanto
que lento infiltra el implacable hastío?


 II 


Así tornaba yo de los pensiles
de mis años floridos, contemplando
cómo aquellos quiméricos abriles
vinieron y se fueron tan callando.


Soñando entré en mis años juveniles;
soñando los pasé; salí soñando...
y al despertar entonces me veía
solo, en la noche de un soñado día.


Detrás de mí, cerrada y misteriosa
quedaba, ya distante, una arboleda,
cuyas ramas mil veces cariñosa
meció para arrullarme el aura leda...


¡Era mi juventud! Triste y oscura,
como negra alameda
plantada entre una y otra sepultura,
ya al lejos la enramada aparecía...


¡Allí quedaba la corriente pura
que bullir entre céspedes veía;
allí la senda abierta entre las flores;
allí la sombra que gustar solía,
y el trino de los tiernos ruiseñores;
que nunca más ¡ay triste! ¡escucharía!...


La edad cruel en tanto me empujaba
por áridos senderos:
¿Adónde caminaba?
¡Sólo el recuerdo inútil me quedaba
de mis años primeros!


¡El recuerdo no más!... ¡Oh vil memoria,
cómplice fiera del ajeno olvido!
¿Qué me valía la pasada historia,
si era ya el corazón desierto nido?


¿A qué hablar de las aves pasajeras,
que huyeron hacia nuevas primaveras
al árbol en que ayer su amor cantaron?
¡Qué valen a las áridas praderas
las flores que sin fruto se secaron?


¡Fueron ¡ay! mis estériles venturas
leves nubes del cielo,
cuyas mudables tintas y figuras
arrastra el aire en su callado vuelo!


Y mis ídolos fueron sueños míos,
que yo, insensato, apellidé querubes;
y a merced de mis propios desvaríos,
mudaron nombre y forma y atavíos,
como a merced del sol cambian las nubes.


Muerto en mi cielo el luminar del día,
borrados de mis sueños los antojos,
huérfano el corazón, solo y sin guía,
breñas y abismos viendo ante mis ojos,
¿cómo arrostrar la pedregosa vía,
cubierta de malezas y de abrojos?


¿A qué existir? ¿A qué tan cruda guerra,
si era un desierto para mí la tierra?
En la dorada copa de la vida,
de grato néctar por el cielo henchida,
no quedaba ya más que la hez amarga
y el veneno fatal de la experiencia...


¿Qué hacer de mi existencia?
¿Vivir... para morir? ¡Imbécil carga!
¿Esperar? ¿Merecer? ¡Atroz violencia!
¡Cáncer cuyos dolores nunca embarga
el bálsamo eficaz de la paciencia!


III 


Imagínate ahora, esposa mía,
tú, a quien mi alma reverente canto
en estos versos tímidos te envía,
que, en tanta soledad y duelo tanto,
cuando más tenebroso mi camino
era y más triste mi ignorado llanto,
hubiese visto en el confín del cielo
alzarse blanca, pura, misteriosa,
la bienhechora luna tras un monte,
esclareciendo con su faz radiosa
la densa lobreguez de mi horizonte.


Imagínate el gozo con que viera
inundarse de luz la ingente esfera,
reaparecer el mundo ante mis ojos,
y en medio de los ásperos abrojos,
serpentear la senda ya perdida...
así como del alma agradecida
la emoción y contento
al verse acompañada y asistida
de la casta deidad del firmamento.


Idólatra o amante,
fijos mis ojos en aquel semblante
que una paz inmortal me prometía,
hubiérale sin duda abierto el alma,
diciéndole: Pon fin a aquesta guerra,
y apártame por siempre de la tierra,
tú que del cielo vives en la calma.


Llévame de este mundo y de esta vida
a otro mundo mejor donde las flores
no desparezcan en veloz huida
al soplo de los vientos bramadores.


¡Háblame de delicias inmortales;
cuéntame las grandezas de esa altura;
que vivos en mi alma los raudales
aún están de la fe y de la ternura!.


Tal hubiérale dicho yo a la Diosa,
al verla aparecer... Mas no era ella:
no fue la luna la deidad radiosa
que allí me apareció... ¡Cuánto más bella
y cándida y piadosa,
a mis ojos lució gentil doncella!...


Pero mis labios sella
ese rubor que en tu mejilla casta
me suplica modesto que no siga...
No temas. Yo también ¡oh dulce amiga!
tiemblo y bendigo y enmudezco... -Basta.


 I

¿Ni a qué más? ¿Por ventura, al dedicarte
estas desaliñadas poesías,
fatuas de inspiración, mofa del arte,
cosecha ingrata de los tristes días
que viví sin amarte,
fuera noble que gárrulas excusas
te diese, como suelen los conversos,
sobre la varia multitud de Musas
que verás invocadas en mis versos?


No: ni fuera cortés y lo pasado
merece cuando menos cortesía
renegar a la postre de ese coro,
ayer tan celebrado,
que vaga entre una y otra poesía,
¡ni tu propio decoro
semejante hecatombe aceptaría!


¡Baste decir que para ti he reunido
éstas que llamaré marchitas flores
dispersas por el viento del olvido,
y que en todas cantara tus amores...
si primero te hubiera conocido!



Pedro Antonio de Alarcon