En ciudades ajenas venimos al mundo
y las llamamos patria,
mas breve es el tiempo concedido
para admirar sus muros y sus torres.
Caminamos de este a oeste,
ante nosotros rueda el gran aro del sol ardiente,
a través del cual, como en el circo,
salta ágilmente un león domado.
En ciudades extrañas contemplamos
las obras de viejos maestros y,
sin asombro, en añejos cuadros
vemos nuestros propios rostros.
Habíamos existido antes,
e incluso conocíamos el sufrimiento,
nos faltaban tan sólo las palabras.
En la iglesia ortodoxa de París
los últimos rusos blancos,
encanecidos, rezan a Dios,
varios lustros más joven que ellos y,
como ellos, impotente.
En ciudades ajenas permaneceremos,
como los árboles, como las piedras.
Adam Zagajewski