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25 de julio de 2011

LIBRO SEGUNDO CANTO CUARTO




1

En la limpia armadura
De un grupo de guerreros
Dejaba el sol, al trasponer las lomas,
Su resplandor postrero.
Las flotantes cimeras
De los ferrados yelmos
Al viento de la tarde se agitaban
Con blando movimiento.
Como españoles bravos;
Como soldados, crédulos;
Siempre el brazo a la lucha apercibido
Y el alma a las consejas y a los cuentos,
Los del corro escuchaban
A un camarada viejo,
En su adarga los unos apoyados
Y sentados los otros en el suelo.

II

-¿Dicen que es un fantasma
Eso que ancla de noche por el pueblo?
-No es otra cosa, a mi sentir: la sombra
De algún cacique muerto.
-Que es un indio no hay duda;
Lleva en la frente plumas, y su cuerpo...
-Su cuerpo! ¿Acaso piensas
Que esa sombra impalpable ha de tenerlo?
-¡Será posible!
-¡Y tanto!
No es el primer espectro
Que, haciendo yo la guardia en los bastiones
Se ha llegado hasta mí. Bien lo recuerdo.
La noche en que Garay venció a los indios
En aquel llano que se ve a lo lejos,
Vi muchas de esas sombras
Que cruzaban gimiendo entre los muertos.
La flor y nata de indios y caciques
Cayó en el lance aquel. Si los espectros
No se hubieran entonces presentado.
No sé cuándo lo hicieran, voto al cielo!
No es de extrañar, por ende.
Que ese fantasma que de noche vemos,
Viniera a presagiar ruinas o males
Y es fuerza le arranquemos su secreto.

III

Más que con los oídos,
Con los ojos oyeron,
Los soldados absortos, las consejas
Del camarada viejo;
No quisieron los unos
Habérselas con muertos;
Pero los más serenos y esforzados
No sin algún recelo,
En velar esa noche
Se pusieron de acuerdo,
Para tender una emboscada heroica
Al vagabundo espectro.

IV

El último soldado
De los que por las calles discurrieron,
Se perdió en la penumbra de las chozas
Del villorrio desierto.
Cayó la noche, y embozado en ella
Quedó San Salvador. El viejo Tiempo
Sobre las altas horas se adelanta
Con paso soñoliento. .
Todos duermen! las aves en el nido,
Los niños en el cielo,
En las cunas los ángeles
Y en las ramas inmóviles el viento.
Sólo vela el soldado
Que está de guardia en el bastión del pueblo,
Y algún perro que ladra, se levanta,
Y sobre el musgo tiéndese gruñendo.
Tranquila está la noche; las estrellas
Se ven brillar muy lejos;
Como una sombra que entre ruinas anda
La luna entre las nubes va en silencio.

V

Alguien también en vela está sin duda
Allá en un aposento
De la casa del jefe, en cuyos vidrios
Se proyecta una sombra por intervalos;
Es la del Padre Esteban,
Encarnación de aquellos misioneros
Que del reguero de su sangre hacían
La primer senda en medio del desierto,
Y marcaban el sitio
Hasta el cual penetraba el Evangelio,
Con el cadáver solo y mutilado
De algún mártir sin nombre y sin recuerdo.
La lumbre, en las paredes
Del aposento estrecho,
Dibujaba con mano temblorosa
Las formas sin color de los objetos;
Y la negra silueta
Del pensativo monje, sobre el suelo,
Obediente a la luz se estremecía
Con un imperceptible movimiento.
Meditaba el anciano
Los destinos secretos
De aquella pobre raza moribunda
Que el abismo atraía hacia su seno.
Miraba el Crucifijo,
Símbolo dulce del amor eterno,
Interrogaba a sus cerrados ojos,
y a su labio espirante y entreabierto,
Y entonces recordaba
Al indio de ojos de color de cielo;
Miraba en él su estirpe redimida
Y el clarear de un horizonte nuevo.
Quizá advirtió en la frente del salvaje
El imborrable sello
Del bautismo del bosque y en su alma
Vio brillar algo vacilante y trémulo.
¡Cuántas veces, sentado
Junto al indio infeliz, de sus recuerdos
El enjambre dormido despertaba
Con sólo una palabra o un consejo!
¡Cuántas veces el indio
Sus pupilas clavó en el misionero,
Pugnando por secar entre sus ojos
Gotas de llanto con esfuerzo Interno,
Y bebió sus palabras
Inmóvil y suspenso
Cuando su oído absorto recogía
El tierno son de los cristianos rezos!
Cuando el indio escuchaba
El nombre de la Madre del Eterno,
Madre también del hijo de los bosques,
Virgen que vive en el azul inmenso,
Entonces se agitaba,
Se incorporaba y del anciano al cielo,
Y de éste nuevamente hasta el anciano
Pasaban sus miradas. En el viejo
Por fin clavaba los azules ojos
Con triste desaliento,
Y escondiendo la frente entre los brazos,
Se tendía clamando: ¡No la encuentro¡

........................

El fraile meditaba, meditaba
Con desolado empeño.
Cuando creía su Ilusión cumplida,
Tocaba lo imposible y el misterio.

VI

De pronto, penetró por la ventana
Algo como un lamento
Que el monje ya otras noches había oído,
A ilusión atribuyéndolo;
Pero en aquella noche, claramente
Al oírlo de nuevo
Se llegó a la ventana presuroso
Y la abrió con estrépito.
Una sombra medrosa entre los árboles
Se levantó del suelo,
Y, esquivando la luz, huyó hacia el río
Como empujada por extraño vértigo.
Las plumas que en su frente
Hacía mover el viento,
Denunciaron la forma de un charrúa,
Que conoció al instante el misionero.
Miró a la alcoba en que dormía Blanca,
Miró en seguida al cielo,
Y una oración cruzó, sin hacer sombra,
La inmensa soledad del firmamento.
¿Quién es ese charrúa? Es la fantasma
Que han visto los guerreros,
Y que acertaron al mirar en ella
Una sombra, un espectro:
Es Tabaré que cuando todo duerme,
Huye de sus sueños;
Vaga en lo oscuro, huyendo de sí mismo.
Y llevando la fiebre en el cerebro,
Hasta caer, guiado noche a noche
Por un instinto ciego,
Allí, frente a la casa de Gonzalo,
Donde hasta el alba permanece yerto.
De la casa del jefe
Tendido junto al cerco,
¡Cuántas noches lloraron su rocío
De aquel charrúa sobre el cuerpo enfermo!
Allí el fiacurutú lo contemplaba
Con sus ojos de fuego,
Y, sin temor, las alas agitando,
Muy cerca de él pasaba el teru-tero.
Allí estaba la noche
En que oyó el Padre Esteban su lamento,
Y al verse sorprendido huyó sin rumbo
Sobrecogido de un pavor intenso.
De su amor imposible,
De su desconocido sentimiento
Volaba ante la sombra, que sentía
Correr tras él, asida a sus cabellos;
Las carnes erizadas,
Temblorosos y rígidos los miembros,
Dilatadas y ardientes las pupilas,
Corría tropezando y sin aliento.
Las sombras de los árboles
Que la luna trazaba sobre el suelo;
Las zarzas que sus pies ensangrentados
Mordían, al romperse con estrépito;
Los ladridos agudos
De los perros despiertos;
Las aves que, a su paso, levantaban
De aquí y de allá su sonoroso vuelo;
Todo atronaba el exaltado oído,
Todo enconaba el vértigo
De Tabaré el charrúa que seguía
Su carrera sin rumbo y sin objeto.

VII

Los soldados que el golpe concertaron,
A su paso febril se interpusieron,
Asestando sus picas y arcabuces
A su desnudo pecho.
Los dilatados ojos
Clavó el salvaje en ellos,
Escondido en la sombra proyectada
Por un grupo de ceibos.
La fiebre comprimía su cabeza
Con sus dedos de acero,
Y un temblor convulsivo sacudía
Sus ateridos miembros.
-¡Dinos quién eres!
- Háblanos!
-Si eres fantasma bueno,
Habla, en nombre de Dios!
-¡Si no respondes,
Espíritu infernal, te juzgaremos!
¡Dale tu con la lanza
Veremos si habla; hiérelo
Y Por Si fuere espíritu maligno,
El signo de la cruz haz en el hierro.
Cuida que no te esquivo
Porque mucho me temo
Que nos haga cegar. Este fantasma
Al irse o estallar puede ofendernos.
-¡Ca No tiene bastante
Potestad para eso.
¿No ves que está temblando? ¿No lo sientes?
¡Herir con brío! ¡No tenerle miedo!

...........................

Cual tigre acorralado,
Volvía el indio su mirar de fuego,
Todo el furor salvaje
Sintiendo en su alma y en sus duros nervios;
Y el asta de la lanza
Dirigida a su pecho,
Como por un zarpazo arrebatada
Crujió y saltó en astillas de sus dedos.
Aunque el asombro embarga a los soldados,
No vacilan por ello,
Y con creciente ardor, sus alabardas
Buscan herir al infernal engendro.
El indio, sacudido por la fiebre,
Siente que ya su cuerpo
Va a desplomarse, pues sus piernas trémulas
Se doblan a su peso,
Cuando a espaldas del grupo,
Clamó una voz cansada: ¡Deteneos!
Y con la frente cana descubierta
Se vio llegar jadeante al misionero.
Se abrió paso hasta el indio
Tendiéndole los brazos: éste al verlo
Se aferró a su sayal, dobló la frente
Y en tierra dió con su extenuado cuerpo.

VIII

Del seno de una nube,
Sus desflecadas orlas encendiendo,
Salió la luna que alumbró piadosa
La yerta faz del infeliz enfermo.
-Tabaré -prorrumpieron los soldados.
-¡El indio de los ceibos!
-¡El Indio loco!
-¡El de los ojos verdes!
-¡El fantasma del cuento
El fraile la cabeza
De Tabaré apoyó sobre su pecho.
Los soldados entonces se engañaban
Al creer que el Indio aquel no era un espectro!

Juan Zorrilla de San Martin