Tiene razón ella,
y el espejo que me enseñó esta tarde.
-Mírate, tú no eres un hombre.
Los hombres nunca tienen esa fiebre en los ojos,
ni los muslos les florecen redondos,
ni en los pechos les crecen dos botones
erguidos como islas detrás de la camisa.
-Mírate. Y me miro,
y me voy desnudando de mis tristes aperos.
Y entonces aparece, sin que yo lo convoque,
mi cuerpo como el lirio de sol
y la radiante manzana de la carne,
igual que en el milagro del primer potro blanco
saliendo de su madre.
Juana Castro