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20 de julio de 2022

A SIRIA





CANTO DEL GRIEGO




Mirad. El sol
que se eleva
de los mares del Oriente
lleva impresas en la frente
manchas de sangre. Mirad.
Y entre los pliegues del viento
rueda el eco comprimido
de un gigantesco gemido
que murmura: ¡Libertad!


¡Al Oriente! Ya mi espada
quiero blandir, ya sacudo
el polvo del viejo escudo:
venid, naciones, en pos;
que allí se derrumba un pueblo,
cuya oscilante cabeza
con inmutable fijeza
señala el dedo de Dios.


Pueblo, que dormido canta,
atado a sus tradiciones
con dorados eslabones
de molicie y de placer;
torvo cadáver, que arrastra
por los mundos del olvido
un sudario, guarnecido
con los recuerdos de ayer.


Él posó sobre el sepulcro
de Cristo su planta osada,
rompiendo la noble espada
de nuestros padres al pie;
él fabricó mis cadenas,
él atravesó los mares,
para violar mis hogares,
mi libertad y mi fe.


Mas él mirará temblando
que al nacer el nuevo día,
la cruz en Santa Sofía
mis hijos elevarán;
y buscará en el desierto
con los ojos espantados
los restos desparramados
de las hojas del Korán.


Ayer a ese pueblo altivo
retó mi ardiente impaciencia,
y un girón de independencia
de sus manos arrancó:
y hoy contemplo que sepulta
a mis hermanos sangrientos,
bajo los rotos fragmentos
del pacto que ayer firmó.


¡Oh mengua! Caballo, avanza,
a vengar nuestro quebranto;
el polvo del Asia es santo,
y quiero aspirarlo ya.
Cruja el aire en la bandera:
avanza, caballo, avanza;
que hasta el hierro de mi lanza
ardiendo en rubor está.


Quiero besar las montañas
que mis abuelos pisaron;
los templos que ellos alzaron
de hinojos saludaré;
y entre sus pardas ruinas
resonará mi plegaria,
y a su sombra solitaria
de mi afán descansaré.


Sangriento el Líbano arde
al fuego del torpe crimen,
las ásperas selvas gimen
al eco de la impiedad:
para lavar esa sangre,
para apagar ese infierno,
es necesario un eterno
diluvio de libertad.


Hoy, al fin, de la justicia
resuena la voz tremenda:
¡ay del pueblo que no atienda
la señal de la expiación!
¡A la Siria! Ven, Europa;
que esas razas han dejado
escritos en tu pasado
muchos siglos de baldón.


Y aún infesta nuestros lindes
su enorme cadáver yerto:
arrastrémosle al desierto,
y desde el desierto al mar
no más tregua; que si el hombre
ha de cumplir su destino,
debe en su largo camino,
lidiar y siempre lidiar.


Alzad, naciones: la hora
que tanto esperó mi anhelo,
ha sonado ya en el cielo:
Dios me llama, Dios me ve.
Mañana estaré en el Asia,
y, con la voz poderosa
de nuestro siglo, a la losa
de su tumba llamaré:


¿Soñasteis, razas de Oriente,
encadenar la conciencia?
Libertad a mi creencia,
y a la vuestra libertad;
luchemos, y que mañana
derrame sus resplandores
sobre un desierto de errores
la estatua de la verdad.


Y, si caigo, habré acatado
la voz de la patria mía.
¿Perecerán algún día
mi justicia y mi virtud?
¿Acaso no habrá un poeta
que cante al mundo mi historia?
¡Qué importa! El sol de la gloria
coronará mi ataúd.


Jose Martinez Monroy