Cayó en tierra la lira
y estallaron sus cuerdas armoniosas;
las que en el arte admira
de Grecia y Roma nuestra ansiosa mente
bellezas ideales,
como granos de efímera simiente
cayeron en desiertos arenales.
«¡Profanación, profanación!», resuena
por donde el alma, ansiosa de armonías,
tiende la vista de terrores llena.
Los antiguos altares,
por angulosas manos sacudidos
desgranaron sus muros y sillares;
y ya en vez de las arpas elocuentes
llenas de fe de los pasados días,
dilatando su bárbaro estampido
en la fragua que informe se levanta,
golpeando en el hierro enrojecido
el tremendo martillo es el que canta.
¿Labra engendros o dioses? ¡Quién lo sabe!
De las tinieblas de la noche fría
a veces sale preludiando el ave;
pero está, ruiseñor la poesía,
mejor que junto al yunque que ennegrece
bebiendo luz en la región del día.
Cuando osado a la piedra arrebataba
el heleno cincel rayos brillantes
arrancando a lo informe la escultura,
de sus golpes el coro acompañaba,
como a tremenda lid himnos guerreros,
la lira que sublime resonaba
tocada por los Píndaros y Homeros.
Hoy que la estatua del moderno culto
labra el martillo sobre el yunque fuerte
y los clásicos moldes se quebrantan,
en el concierto que el horror entona,
¿quién coloca a la estatua su corona?,
¿qué Homeros y qué Píndaros la cantan?
La culta estrofa, de lo antiguo pasmo;
la elaborada con buril de fuego;
la que provoca el vívido entusiasmo
y de la patria el sentimiento ciego;
la que narra las fiestas regaladas
de los dioses helénicos vencidos,
y halaga los oídos
en las noches de Roma bulliciosa,
cuando el festín, sus risas desatadas,
cantando libre y delirante coro,
brilla al estruendo de las copas de oro,
bajo el techo de bóvedas doradas;
la estrofa añeja como rancio vino
de gotas por la luz hechas colores,
en que Horacio divino
como en gallardo búcaro de flores
hace brillar su ingenio peregrino;
la que de Mantua gime en los vergeles
cantada por las fuentes rumorosas
y repite el pastor enamorado
que congrega el ganado
en el idilio con dosel de rosas;
la que espléndida y bella se desliza
como a los hombros túnica sujeta,
es músculo y es nervio en que analiza
el sutil microscopio del poeta.
¿Qué se han hecho los dioses de otros días,
los dioses que las selvas custodiaron
y en las fuentes alzaron
palacios de cristal y melodías?
Ya no mira Narciso su belleza
en los espejos trémulos del lago,
ni atraviesa la gran naturaleza
Diana al recorrer los horizontes
que el mar azul abraza,
despertando los ecos en los montes
con sus trompas magníficas de caza.
Ya la flauta de Pan no se estremece
al dulce soplo de la blanda siesta,
ni la ninfa del bosque se recuesta
en el lecho del agua en que se mece...
En su concha de nácar irisada,
no piensa en el amor, adormecida,
Venus como una estatua cincelada,
ni le sigue la escolta divertida
de tritones cercando a las nereidas
de la playa sin fin entre la bruma,
cuando la ondina aparta los cristales
para sacar el pecho de la espuma.
Todo lo hermoso, lo que el pecho llena
de nobles resplandores,
roto o volcado lo contempla el alma
por espíritus torpes en su vuelo,
que ambicionan tirar, porque son bellas,
del pabellón espléndido del cielo
para arrojar al suelo las estrellas.
Pero no basta a la razón ignara
su vil encono y superior destreza
para los dioses derribar del ara;
¡les sostiene la ley de la belleza!
No importan los discursos esplendentes
de frase como el número precisa;
a compás de sus sones elocuentes,
muertas de risa correrán las fuentes
y los vergeles morirán de risa.
Escuchando las cláusulas hermosas,
estará con el vuelo recogido
parado el aire en las abiertas rosas;
pero enojado del discurso vano
reprobará los párrafos ardientes
y apóstrofes de llamas,
levantando silbidos estridentes
en las hojas flotantes de las ramas.
-«¡Muere el ritmo!» -dirá la voz tronante
del orador, mostrando su entereza;
y el ritmo palpitante
seguirá la canción de las canciones;
¡la del amor, a coro levantada
por todos los ardientes corazones!
-«¡Muere el color!» -y desde el rosa leve
de la flor del almendro, flor primera
que tímida corona
la dulce primavera,
hasta la rosa de matiz brillante
y oscuro terciopelo,
la escala de las tintas y colores
vibrará como canto sin sonidos,
y formará explosiones ideales
de tonos verdes, rojos y encendidos.
-«¡Muere la nota!» -en el feraz ramaje
que rodea las cunas de los nidos
de verde cortinaje,
ora sonando el canto que en la siesta
de los gárrulos pájaros se exhala;
ora en la tarde al comenzar su fiesta
formando el ruiseñor plácida escala
que es dulce voz de la nocturna orquesta,
ya imitando el canario en los hechizos
de su reír sonoro
rumores de granizos
en cálices de oro;
cuanto insecto a la luz zumba su nota
lanzando breve y prolongado grito,
y cuanto dice el céfiro a las flores,
llenarán el pentagrama infinito
de preludios, arpegios y rumores.
¡No muere, no, la santa poesía!
Mientras conserven lágrimas los ojos
y el humano cerebro fantasía;
mientras la cuna que columpia al niño
como al nido de pájaros la rama,
se corone de besos y cariño
como de chispas la radiante llama;
mientras haya unos ojos que nos miren
con promesas de amor puras y hermosas,
y en los blancos capullos donde giren
las crisálidas tiemblen y suspiren
por volverse doradas mariposas;
mientras forjando nubes de colores
el crepúsculo triste y angustiado
haga entreabrir los labios al suspiro,
y el resplandor que en los espacios arde
dibuje entre las nieblas de la tarde
rotondas de oro y templos de zafiro;
mientras haya una flor que guarde el beso
de las luces del sol, y un niño cante,
y un ósculo nos dé madre querida,
y haga el dolor de la existencia mofa,
entonará, como al surgir la vida,
el Universo su inmortal estrofa.
¡Mirad la cuesta del esfuerzo humano!
Por las agrias veredas que conducen
a su cima inmortal, del hondo llano,
sobre cráneos y lúgubres escombros
de anteriores ejércitos señales,
buscando ansiosas las triunfantes palmas,
con su mundo de anhelos en los hombros
Sísifos del dolor suben las almas.
En la cima elevada, genios, reyes,
celebrados poetas y pintores,
sabios artistas y apiñadas greyes,
la si en ceñida de inmortales flores,
os guardan la victoria
y el puesto merecido y señalado
que alcanza el fatigado
paso que lleva a la brillante gloria.
¡Sísifos de lo bello!, nada arredra
la fe que al triunfo aspira:
¡arriba con la piedra!,
¡arriba con la lira!
Salvador Rueda