CafePoetas es un Blog sin animo de lucro donde se rinde homenaje a poetas de ayer, hoy y siempre.

7 de enero de 2022

GILETE



LEYENDA MONTAÑOSA



En tiempos que ya pasaron,
pero a los de hoy parecidos,
fuera el Valle de Guriezo
de un triste drama testigo.


Vivía en aquel entonces
del poblado en el recinto
don Gil Sánchez Marroquín,
de una Doña Ana marido.


Era esta mujer gallarda,
de sensuales atractivos,
y, aunque no moza, a las mozas
superaba en tercio y quinto.


Vestía como quien viste
para lucir sus hechizos,
con el talle al descubierto
y la garganta lo mismo.


Muchos hombres codiciaban
de Gil Sánchez el dominio,
y entre ellos un mozalbete
de airado genio y arisco.


Gilete le nominaban
de aquel lugar los vecinos,
sin más que este nombre a secas,
de algún Gil diminutivo
que si pudo darle vida
no pudo darle apellido.


En la familia de Sánchez
era el mozo muy bien quisto,
y a su mesa se sentaba,
sobre todo los domingos,
y Gil le daba monedas
y le compraba vestidos.


Ana ignoraba o sabía
de estos gajes el motivo,
a que estaba acostumbrada
desde que el mozo era chico,


Y nunca puso reparos
a estos gastos repetidos,
tal vez porque así encontrara
disculpa a algún extravío.


Gilete a los dos tenía
respeto y al par cariño;
pero en el fondo de su alma
guardaba un deseo ilícito.


Era también comensal
en aquella casa asiduo
don Fernando de Layseca,
alcalde del valle dicho,
pariente de Don Gil Sánchez
por el tronco consanguíneo.


La amistad era tan grande
que ligaba a los dos primos,
que, ausente Gil, se quedaba
Layseca en el domicilio.


No sé qué advirtió Gilete
en el trato aquél tan íntimo
que ver a Layseca le era
como ver al enemigo.


Y afirmó su antipatía
escuchar en los corrillos
del pueblo sobre aquel trato
comentarios muy ambiguos.


Daba este runrún creciente
apoyo a su mal prejuicio,
y al odio que en él nació
servía al par de incentivo.

Siempre que a Layseca hallaba,
lo que era muy de continuo,
su arisco genio más hosco
se mostraba y retraído.


En vano Doña Ana, al verle
tan cejijunto y mohíno,
de aquel rencor concentrado
presintiendo un estallido,
del que su conciencia inquieta
parecía darle aviso,
le colmaba de agasajos
con manjares y con vinos.


Bebía el mozo sin tasa
para calmar su martirio,
y era echar nueva materia
al fuego de sus sentidos;
porque con mayor empuje
sentía hervir su apetito
y arder su celoso pecho
al rencor del odio inicuo.


Layseca le despreciaba,
considerándole un niño,
sin creer que su pecho fuese
de tan loca pasión nido.


Gil Sánchez, o ciego o mudo,
permanecía tranquilo:
ni del mozo se cuidaba,
ni se cuidaba del primo.


Tal era de aquellas gentes
el estado del espíritu
al comenzar el relato
que está en la crónica escrito.


II


Pasaron- algunos meses,
y un día, de sobremesa,
en que a comer no tuvieron
persona alguna de fuera,
se entabló entre los esposos
esta plática secreta:


-¿Sabes, Ana, que en ti noto
ya inquietud o ya tristeza?
Y si tu mal ahora empieza,
preciso es ponerle coto.


¿Qué tienes que te acongoja
y así te trae intranquila?
Si es grave la causa, dila.
-Nada tengo- dijo, roja
por la sorpresa y mohína,
Ana a su esposo.- Y me extraña
el mucho interés que entraña
la pregunta.
-Es que adivina
mi afán ajenos disgustos;
que, aunque no son graves duelos,
también tengo yo recelos
que me acibaran los gustos.
-¿Qué te pasa?
-Te concedo
que son sospechas recientes;
pero creo que las gentes
me señalan con el dedo.
Así al menos lo malicio
cuando en mis diarios paseos
noto ciertos cuchicheos
que han de ser en mi perjuicio.
-Es aprensión bien extraña.
¿Quién habrá que en mal te aluda?
-El gusano de la duda
me está royendo la entraña.-


Y, en su mismo lazo envuelto,
-Gilete- añadió,- es buen mozo:
apenas le apunta el bozo
y es ya fornido y esbelto...- 


Mas Ana dijo de pronto,
y a Gil le puso en un brete:
-¿Qué tiene que ver Gilete
con nuestra plática, tonto?


Si esa tu extraña manía
puede tener fundamento,
será por el viejo cuento
aquél de la bastardía.


No tu conducta reprocho;
pero ya que de él hablamos,
veinte años ha nos casamos
y el chico tiene diez y ocho...-


Y temiendo continuar,
le dijo Gil a su esposa:
-Mira, hablemos de otra cosa
y pelillos a la mar.


III


Si el diálogo no hizo mella
en la paz del matrimonio,
peores auspicios mostraba
de Gilete un soliloquio.


Tendido la misma tarde
bajo la sombra de un soto,
teatro de sus campañas
contra la liebre y el zorro,
con los puños apretados
y el gesto cual nunca torvo,


-Es necesario- decía,-
concluir con uno y otro;
ahogar mi amor por infame,
matar al hombre, y es poco,
porque el trance de la muerte
lleva tras de sí el reposo.


Vivir como vivo ahora
es para volverse loco:
amo y el deber me veda
un amor que es licencioso;


debo respetar sin mancha
del que es mi amparo el decoro,
y tengo ya la evidencia
de que es aparente sólo.


Su sangre en mis venas corre,
que así me lo han dicho todos,
y es doble razón que alienta
mi venganza contra el dolo.


Esta noche, ausente Gil
por uno de sus negocios,
irá Layseca a la casa,
cual siempre libre de estorbos;


y cuando, al salir la aurora,
salga él, encubierto el rostro,
ha de topar con el hierro
que le prepara mi encono;


que si tal conducta el pueblo
condena en murmullos sordos,
el castigo de la culpa
no ha de ver con malos ojos.-


Decidido así el mancebo,
su saña mayor que su odio,
del pueblo tomó el camino,
la ballesta sobre el hombro.


IV


Muy lluviosa está la noche,
la calle sin luz alguna
y sin persona importuna
que madrugue o que trasnoche.


Sólo cerca del umbral
de la casa de Don Gil,
de muy confuso perfil
se nota una sombra mal.


Inmóvil como una piedra,
ni el esperar le fatiga,
ni a guarecerse le obliga,
ni aquella lluvia le arredra.


Pasaron hora tras hora
y hasta tres tuvo de espera,
pero al finar la postrera
empezó a lucir la aurora.


Por dentro, en el mismo instante,
se abrió una puerta sin ruido,
se adelantó el escondido
y se halló un hombre delante.


Y, sin más preparación
que alzar el brazo que asesta,
con un tragaz de ballesta
le hizo dos el corazón.


Cayó Layseca en el suelo
lanzando un débil quejido,
y el otro, al mirar cumplido
ya su sanguinario anhelo, 


Se embozó con mucha calma
y siguió calle adelante
sin cuidarse un solo instante
vi del muerto ni de su alma.


Cuando ya la luz del día
permitió ver los objetos,
se acercaron dos sujetos
donde el cadáver yacía,


y al reconocer que el muerto
era el Alcalde Layseca,
con una expresiva mueca
significaron lo cierto.


Corrió la voz en seguida
y se alborotó la gente,
y vino el juez diligente
en busca del homicida;


pero el vecindario mudo
no dio indicios ni señales,
y a falta de datos tales
emprendió un trabajo rudo.


Y la justicia, en total,
dio un paso tras otro incierto,
y los parientes del muerto
callaron como otro tal;


que fue para el pueblo aquél
piedra de escándalo el caso
y nadie osó ni de paso
levantar la voz por él;


y por doquier se escuchaba,
prueba del común sentido,
este adagio conocido:
«Quien mal anda, mal acaba».


A tal vida, muerte tal
Leyenda montañesa
Testigo de lances varios
como de infames escenas,
de la villa de Treceño
en el límite se asienta
a Torre-Fuerte, del pueblo
defensor y centinela;
si desmoronada a trozos
y asaltada por la hiedra,
que hace escala de sus muros
y hasta lo más alto trepa,
dominando la campiña
antaño se la vio enhiesta.


Habitábala un magnate,
cuyo apellido se queda
de aquellos tiempos remotos
entre las obscuras nieblas.


Íñigo pudo llamarse,
y era de gentiles prendas
personales, pero su alma
mezquina y torpe al par era.


Con tal caudillo las gentes
que poblaban ambas vegas
más un verdugo en la Torre
miraban que una defensa.


Y era justa y bien fundada
tan dolorosa creencia,
que nada habían seguro
en la honra ni en la hacienda.


Frecuentemente noticias
se propalaban por ciertas
de un despojo en una trocha,
del rapto de una doncella.


Y cuando de sus autores
no se tenía certeza
todos a la Torre-Fuerte
dirigían sus sospechas;
que era de todos sabido
que en aquella madriguera
tanto el apuesto magnate
como sus gentes aviesas
si codiciaban lo ajeno
lo tomaban por la fuerza.


Y era de notarse siempre,
tras de tan viles empresas,
la algazara y los festines
y el estrépito de fiesta
que al través de aquellos muros
lanzaban sus ecos fuera.


En una de estas orgías,
llenando la larga mesa,
con los rostros encendidos
por el fuego de las cepas,
echando chispas los ojos
y algo trabada la lengua,
estaban los comensales
-el prócer de cabecera,
sobre un sillón elevado
señal de su preeminencia-
dando, entre groseros chistes
salpicados de blasfemias,
al caudillo, que es su norte,
aplausos y enhorabuenas
por un vil hecho reciente,
para ellos digna proeza.


Era el caso que a una moza
de una comarcana aldea,
fingiéndose un escudero
recién llegado a la tierra,
con un disfraz apropiado,
gorra sin pluma y presea,
logró alucinar, valido
de su labia y gentileza,
y la arrebató a sus padres
y dio en la Torre con ella.


Alguno de la mesnada
envidió al señor la presa,
y entre los ruidosos brindis
hizo patente su idea.


-Paréceme, Sancho- dijo
Don Íñigo,- que sin mengua
la cesión aceptarías
de esa codiciada prenda,
que es manjar harto sabroso,
sin que hayas de haber en cuenta
el ser en esta jornada
plato de segunda mesa.


Pues te la cedo; y en cambio
Exijo de ti la oferta
de ayudarme en otro lance
con la astucia o con la fuerza.


Es lance que hace ya días
me preocupa y altera,
y los primeros avances
dan con mi esperanza en tierra.


He visto y ya la codicio,
y ojalá que no la viera,
que al través de sus encantos
veo vagar sombras negras,
a la moza más garrida,
más viva y más halagüeña
de todos estos contornos;
de tez rosada y más neta
que de la nieve es el ampo;
son sus ojos dos estrellas,
su talle junco flexible,
su boca madura fresa.


Llámanla la Flor del Valle.
-María la Molinera,
dijo Sancho. En mal negocio,
buen Don Íñigo, te empeñas,
que es la moza, si garrida, 
tan virtuosa como bella.
nunca se la ve en los bailes
en la villa ni en la aldea;
nunca dio oído a requiebros,
y nunca las malas lenguas
hallaron en qué tacharla;
y es además cosa cierta
su próximo casamiento
con Martín el de la Aceña
de más arriba, que la ama
desde cuando era mozuela.
Hombre de notables bríos,
que nunca sufre una ofensa,
y maneja los aperos
lo mismo que la ballesta.


-Mejor,- repuso Don Íñigo-
encuentra así en la contienda
nuevo atractivo mi audacia,
que a los recelos supera
de la idea extravagante
que me la hizo creer funesta,
puesto que el mozo es valiente
como la moza soberbia.


De todos modos, yo fío
de tu ayuda en la promesa;
y dejemos este asunto
por hoy, y siga la gresca,
que para zanjarlo, Sancho,
haremos lo que se pueda.


II


-Te digo que estoy sin calma
y el recelo me acongoja:
hoy está la luna roja
y triste como ella mi alma.
-¿Por qué, dime, esos temores,
Martín, agitan tu pecho,
si en breve con lazo estrecho
se unirán nuestros amores?
-Es que ha llegado a mi oído
que algo contra ti se intenta...
Y está la luna sangrienta.
-Da ese temor al olvido.


Si un capricho pasajero
hizo al de la Torre un día
fijarse en mí, no sabía
lo mucho que yo te quiero.


Pero bien se lo hice ver
cuando, en disfraz de labriego,
quiso empezar por el ruego
para alcanzar mi querer.
Altiva cuanto severa,
rechacé su falso halago,
dando a ver de un modo vago
que ya sabía quién era.


-Sí: mas de la Torre el dueño
cuando un deseo en él nace
no es hombre que se deshace
fácilmente de su empeño.


Si con el ruego no pudo,
lograrlo habrá con violencia.
-Pues si él no tiene conciencia,
honra y amor son mi escudo.


-Pero vives aquí sola,
y tu madre, enferma y muda,
no puede prestarte ayuda
si el infame tu hogar viola;
que ha de apreciar en bien poco
una nueva alevosía,
y ante esta idea, María,
siento que me vuelvo loco.


Si no logro tal defensa,
a Dios pongo por testigo
de que a matarle me obligo
si te hace cualquiera ofensa.


-Que te atormentas en vano
quiero creer; mas ten seguro,
y por mi amor te lo juro,
que si a mí atenta liviano,
antes de vivir impura
e indigna de tu amor fiel,
o logro matarle a él
o me abro la sepultura.


-Dios quiera que mis recelos
sean por fin sombra vana,
que con esta duda allana
el temor paso a los celos.


-Ve tranquilo y en mí fía,
porque ya la noche avanza,
y pon en Dios la esperanza
y en la fe de tu María.


III


Tomó Martín río arriba
la senda con paso lento,
como que iba examinando
la razón de sus recelos;
y cuando llegó a la aceña
quiso buscar el sosiego
tendido, sin desnudarse,
sobre las ropas del lecho;
pero la viva zozobra,
dueña de su ánimo inquieto,
le impidió por largo rato
poder conciliar el sueño.


Algunas horas más tarde,
de la noche en el promedio,
se abrió un postigo en la Torre,
y uno tras otro salieron
hasta tres hombres al campo
en sendas capas envueltos.


Del muro a corta distancia
se les agregó en silencio
otro, que un fuerte caballo
llevaba tras sí del diestro;
y todo el callado grupo
llegó a tomar un sendero
que a las revueltas del río
se plegaba paralelo,
y para ir a las aceñas
era el más corto trayecto.


Cerca del primer molino
hicieron un alto, y luego
dos de ellos se destacaron
a examinar el terreno.


Todo era quietud en torno;
que por un fatal evento,
la molienda aquella noche
también estaba en suspenso.


María y su madre, enferma,
a favor de este suceso
con más reposo dormían
bajo aquel humilde techo,
a cuyo pobre recinto
limitaban sus deseos.


Llegaron los embozados,
y al intentar el primero
abrir la vetusta puerta
la halló atrancada por dentro;
que, aunque precaución inútil,
en ciertos días al menos
que en la aceña pernoctaban
los vecinos molenderos,
al verse solas María
estimó prudente hacerlo.


No fue para los malvados
importante contratiempo:
de una ventana contigua
romper lograron los hierros,
sin cuidar de si causaban
mayor o menor estruendo,
y, aquel camino expedito,
saltaron dentro dos de ellos.


Despertó sobresaltada
María, y apenas tiempo
tuvo de vestir de pronto
la tosca saya y sayuelo,
cuando dos robustos brazos
fuertemente la ciñeron
y otros taparon su boca
con un arrollado lienzo;
y, levantándola en vilo
a pesar de sus esfuerzos,
a cuya violencia en breve
un síncope puso término,
y franca ya la salida,
en los brazos la pusieron
de Don Íñigo, que estaba
sobre el caballo ya presto
y el camino de la Torre
al punto tomó ligero.


Los otros dos, en la aceña
entraron juntos de nuevo,
y de la infeliz anciana,
para aumentar su tormento,
a la cama en que yacía 
ataron el débil cuerpo,
retirándose en seguida
de su hazaña satisfechos.


IV


Apenas la luz del día
dibujó en el horizonte
esa blanquecina faja
que anuncia el fin de la noche,
y antes que del sol los rayos
con oblicuos resplandores
de tintas de oro bañasen
las altas cimas del monte,
del recelo que le agita
sintiendo los sinsabores,
despertó Martín inquieto
y del molino saliose.


Por el afán impelido
que su ánimo sobrecoge
y finge a su fantasía
ecos de siniestras voces,
la distancia a la otra aceña
en breve espacio recorre.


Abierta encontró la entrada,
desquiciada de sus goznes
vio la ventana contigua,
y, cierto de sus temores,
con el alma atribulada
entró iracundo hasta donde
se halló con la anciana exánime,
ya de la tumba a los bordes,
que fue para ella aquel trance
seguro y último golpe.


Le soltó las ligaduras,
y apenas obtuvo entonces
idea de lo ocurrido
por medio de señas torpes,
que a poco rindió en sus brazos
su escasa vida la pobre.


Cubrió Martín el cadáver,
rezó un solo Pater Noster,
y ante aquel mortuorio lecho,
de Dios invocando el nombre,
juró vengar aquel crimen,
sus ultrajados amores,
y librar a la comarca
de aquel infamante azote
que, escudado tras sus muros,
se guarecía en la Torre.


A ella encaminó sus pasos;
pero su robusta mole
tan bien guardaba el secreto
de su poseedor innoble
que nada se traslucía
por los huecos exteriores.


Pasaron así los días,
lisonjeros para el prócer
que sus villanos desmanes
lograba gozar incólume.


A poco tiempo empezaron
a correr vagos rumores
de haberse dado la muerte
en aquel antro una joven,
que no quiso ser objeto
de licenciosas pasiones;
y la funesta noticia,
con las promesas acorde
que entre Martín y María
hubo en varias ocasiones,
hizo que en aquél la saña
con nueva furia se colme
y la muerte del inicuo
su odio le reclame a voces.


Al afán de su venganza
no halla suficiente molde,
y para calmar sus iras
formó un propósito doble.
Juró ocultar en su pecho
el furor que le corroe,
sin que la acción más ligera
demuestre sus intenciones;
rondar la infame guarida
de noche y de día insomne,
hasta que de su venganza
ocasión propicia logre;
revelar no más su pena
en las entrañas del bosque,
donde tendrá por testigos
tan sólo los mudos robles;
vagar por campos y aldeas,
ropa y cabello en desorden,
mostrando perdido el juicio
en sus hechos y en su porte,
hasta tanto que la suerte
le favorezca a la postre
y venga un día en que no halle
para sus intentos óbice.


Así Martín, de sus ansias
y de sus crudos dolores
en el desolado pecho
sufriendo el horrible choque,
para vengar sus agravios
esperó días mejores.


V


¡Fuera, fuera! ¡El loco, el loco!
Le gritaban los muchachos,
y le azuzaban los perros,
y le arrojaban guijarros,
al ver cruzar por la villa
con el vestido hecho harapos,
con el rostro macilento,
la barba y cabello largos
que sobre pecho y espalda
caían sucios y lacios,
con apariencia de sombra
el cuerpo de puro flaco,
al que fuera en otros días
tipo de mozos gallardos,
cuidadoso de su hacienda
y en el vestido galano.


Los hombres y las mujeres
con que tropezaba al paso
de indignación y de pena
sentían movido el ánimo;
que a todos era notoria
la causa de aquel estrago
que en mozo de tantos bríos
ajó la flor de los años.


Él, preso de sus dolores,
iba sin hacer reparo
en los gritos de los unos
ni en la compasión de tantos.
Y la cabeza inclinada
y sobre el pecho los brazos,
a paso lento seguía
la salida para el campo.


Rondaba en torno a la Torre,
al parecer descuidado,
o a las orillas del río,
siempre absorto y cabizbajo,
horas enteras se estaba
los tristes ojos clavados
en las aguas transparentes
que, de un recodo al remanso,
en los movibles cristales
bosquejaban su retrato.


Al cruzar un cierto día
de la Torre-Fuerte al lado
abierto notó un postigo,
desierto el contiguo patio,
y, entreviendo a su venganza
cumplido por fin el plazo,
antes que en él reparasen
se entró por aquéllos rápido.


Halló al frente una escalera
con espaciosos peldaños,
que a las principales cámaras
creyó debía guiarlo,
y por ella tomó al punto
y se encontró en el piso alto.


En una estancia lujosa,
que alumbraba sólo un claro
abierto en el fuerte muro,
y en el grueso de su marco
puesto de codos estaba
el hombre por él odiado,
ya entreteniendo sus ocios
en contemplar los encantos
del paisaje, o bien urdiendo
algún otro plan nefando.


Parecía distraído
más bien que preocupado,
porque con el pie marcaba
en el suelo un compás tardo, 
tal vez recuerdo inseguro
de algún estribillo báquico.


Luciendo el marcial arreo,
que iba tan bien a su garbo,
ceñía la fuerte cuera
sobre el vestido de paño,
pluma en la redonda gorra
presa con broche al costado,
altas botas de becerro,
espuelas de cercos anchos,
y en el cinto, hacia la espalda,
tenía el puñal colgado.
Parose Martín un punto
para contener los saltos
que en su dolorido pecho
daba el corazón airado.


Se adelantó cauteloso,
por más que sus pies descalzos
no hicieran el menor ruido
sobre el suelo de castaño,
y abalanzándose al prócer,
mientras que con férrea mano
sujetó su cuerpo al muro,
sin darle a volverse espacio,
levantó con la otra libre
el puñal desenvainado
y se le hundió en la garganta
con fiero gozo, exclamando:
-He esperado este momento
día tras día hasta un año:
que la sombra de María
quede vengada, villano.


Seguro que está bien muerto,
deshizo Martín lo andado,
y por la misma escalera
logró salir sin obstáculos,
al pasar algunas gentes
llamó su atención el charco
que formó la sangre fresca
de la ventana debajo;
y al levantar la mirada
vieron el cuerpo doblado
del prócer sobre el alféizar,
pendientes fuera los brazos,
y en el muro de la Torre
impreso el sangriento rastro.


Si fue motivo de asombro,
no lo fue de duelo el caso,
que todos en él veían
el castigo de un malvado,
que de sus torpes desmanes
recibía el justo pago.


No se volvió a ver al loco
por los contornos vagando,
ni a las orillas del río
contemplar su sombra extático.


Sólo después de algún tiempo
dio en correr el rumor vago
de que hubo quien vio en la casa
de un magnate castellano
a Martín el de la aceña
con arreos de soldado.



Adolfo de la Fuente