Año nuevo, ¡qué sandez!,
hoy pregona el añalejo,
sin ver que es un año viejo
que va a servir otra vez.
Año..., ¡te vas, y me dejas!
¡Y sois treinta los ingratos!
Id con Dios, perdidos ratos,
que no os seguirán mis quejas.
¡Oh tú, de mis moralejas
lector!, oye lo que digo:
el tiempo es un mal amigo...,
pero no riñas con él;
que manda el Dios de Israel
perdonar al enemigo.
¡Treinta y uno de Diciembre!...
¡Suma equivalente a cero
para aquel que cada Enero
locas esperanzas siembre!
Mas para quien no remembre,
como no remembro yo,
ni el Enero que pasó,
ni haber sembrado en tal fecha,
esa falta de cosecha
no es una pérdida, no.
Que al alma ya prevenida,
al alma experimentada,
no puede importarle nada
el déficit de la vida.
Si el amor va de corrida,
también va la juventud:
la ilusión y la salud
se pierden a un tiempo mismo,
y en el final cataclismo
sobrenada el ataúd.
Padres, amigos y amadas,
¡cuán aprisa de mí os vais!...
Mas, por mucho que corráis,
yo sigo vuestras pisadas.
Dentro de pocas jornadas
de fijo os alcanzaré...
¿A qué, pues, llorar? ¿a qué?
¡Llorara si no supiera
que en esta vital carrera
ninguno se queda a pie!
¡Oh, cuán triste y funeral
a mis ojos luciría
la clara antorcha del día,
si me volviese inmortal!
¿En dónde una pena igual
a pensar en tanto muerto,
y no ver en el desierto
de la fatigosa vida
ni descanso, ni salida,
ni luz, ni arrimo, ni puerto?
¿Qué hacer, qué creer, qué amar
en otras generaciones?
Las perdidas ilusiones,
¿en quién ni en dónde encontrar?
¿Cómo volver a probar
la juvenil embriaguez,
cuando no haya más que hez
en la copa, un tiempo llena,
de una vida... sólo buena
para vivida una vez?
¡Misericordioso Dios!
Nos cupo una suerte amarga...;
pero ni fija, ni larga,
en que, velados los dos,
corre el bien del mal en pos,
la flor tapa los abrojos,
la fe endulza los enojos,
la duda engaña al deseo...,
y morimos, como reo
a quien le vendan los ojos.
¡Pena cruel! ¡Suerte horrenda
fuera desandar lo andado,
después de haber apartado
de nuestros ojos la venda!
Los abismos de la senda
viéramos ya por doquier;
tras el amor... la mujer;
detrás del amigo... el hombre;
cada cosa tras su nombre,
¡y el tedio tras el placer!
¡No viéramos como veo,
al través de treinta años
de felices desengaños
purificarse el deseo
de todo vil devaneo;
fundirse el torpe metal
del ídolo terrenal;
descorrerse el infinito...,
y a Dios mirar de hito en hito
el espíritu inmortal!-
¡Adelante y no temer!
¡Quédense en buen hora atrás
apariencias que jamás
debimos apetecer!
¡Adelante..., y no caer
en tanto que estemos vivos!
Que, pues los hados esquivos
no son, por fortuna, eternos,
lo primero es mantenernos
derechos en los estribos.
Pedro Antonio de Alarcon