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2 de octubre de 2011

LIBRO SEGUNDO CANTO SEGUNDO


I

¿Que queda entonces de la tribu errante
Del Uruguay? ¿Qué de su altiva raza?
Aun resta su agonía asida al suelo,
La fiera agita su convulsa zarpa.
Quedan indios aún para la muerte
Que cautelosos por los bosques andan,
Cual rebaños de tigres que en el pueblo
Siempre encendidas sus pupilas clavan.
De noche, por las lomas o entre el bosque,
Como gritos de luz, se ven las llamas
De señales charrúas que se cruzan,
Se avivan, se repiten o se apagan;
Y alguna vez, el temeroso aullido
Que algún consejo al terminar levanta,
Al pueblo llega, en ráfaga del aire,
Como rumor de tempestad lejana.
Un temor imprevisto y repentino
Entonces suele atravesar las mallas;
Los soldados se miran, y suspenden
La ardiente relación de sus hazañas;
Parece que en sus labios animados
Tropezase un momento la palabra
mas pronto, cuando advierten con despecho,
Que, sin quererlo, ha vacilado el alma,
Sus risas y burlescas maldiciones
En el silencio momentáneo estallan
Y, al amor de la lumbre, se reanuda
Con nuevo ardor la interrumpida plática,

II

Don Gonzalo de Orgaz, joven bizarro,
Manda en jefe la plaza;
La cimera encarnada de su yelmo
Marcó siempre el peligro en la batalla.
Olvidó muchas veces en la lucha.
El toque a retirada;
Era noble y valiente, noble y bueno,
Bueno y celoso de su estirpe hidalga.

III

¿Por qué el valiente aventurero trajo
Consigo a Doña Luz la castellana,
y a su mujer expone a los peligros
Que ambicionó para lustrar sus armas?
Que hace a su lado. qué hace de sus días
En esta vasta soledad: qué aguarda
Esa otra niña, la de tez morena,
Blanca, la hermosa, la inocente Blanca?
¿Para qué brillan esos ojos negros,
Profundos hasta el alma.
Y en que la luz del sol de Andalucía
Brillo, de estrellas presta a las miradas?
Exprimió el mismo seno que Gonzalo;
Lloró la misma madre. y solitaria.
Riendo con el cielo
En que su madre se perdió llamándola.
Quedó en el mundo sin más sombra amiga
Que la armadura de su hermano hidalga;
Allí recuerda su niñez reciente.
Y espera el porvenir allí sentada.
¿Qué impulso los condujo
A la salvaje tierra americana?
¡Quién sabe! Acaso el mismo misterioso
Que une las notas que en el aire vagan.
En prolongado acorde
De transparentes arpas.
Que suenan en el viento, en los recuerdos,
En los vagos crepúsculos del alma.
Que en las noches serenas,
Y en los rayos de luna columpiadas,
Se acercan, y se alejan y en los aires
Las lentas trovas del dolor ensayan:
Ese impulso secreto
Que, aun de entre las lágrimas,
Hace brotar a: veces las sonrisas
Como luces que rielan en las aguas.
Que el polen encendido
Lleva de palma a palma.
Y hace nacer los lirios en las tumbas.
Y en el dolor abriga la esperanza.
Quizá la niña, en cuyos dulces ojos
Se mueven las miradas
Como insectos de luz aprisionados
En urnas de cristal negras y diáfanas,
Allí, en la tierra en que una raza expira,
Es la nota con alas
Que mezclada a un acorde moribundo,
De gritos de dolor hará plegarias.
El Uruguay, al verla en sus orillas,
Palpitaba en sus aguas,
Y templaba en los juncos, y en la arena
Dejaba notas, quejas y palabras.
El astro que pasea las colinas,
Con su dulce mirada
Seguía a la española que en la tarde
Paseaba tristemente por la playa;
Y buscaba sus ojos cuando, sola,
Sentada en la barranca,
Quedaba confundida en las tinieblas
Que sus esbeltas líneas esfumaban.
Parece que este mundo americano
A aquella niña aguarda
Porque en sus ojos brillen sus estrellas,
Porque su viento pueda acariciarla,
Porque sus flores tengan quien recoja
La esencia de sus almas
Y las corrientes de sus grandes ríos
Que oiga y ame sus canciones vagas.

IV

Era una hermosa tarde.
Huía la sonrisa de los cielos
En los labios del sol que la llevaba
A imprimirla en la faz de otro hemisferio.
De su excursión al bosque
Tornan Gonzalo y diez arcabuceros,
Fue eficaz la batida: un grupo de indios
Viene sombrío caminando entre ellos.
Otros muchos quedaron
Tendidos en el campo; el viento fresco
La sangre orea en las hispanas armas,
Y en la piel de los indios prisioneros.

..................

No son tigres, aunque algo
Del ademán siniestro
Del dueño de las selvas se refleja
En su fiera actitud. Caminan; vedlos.
Son el hombre charrúa,
La sangre del desierto,
La desgracia estirpe que agoniza
Sin hogar en la tierra ni en el cielo,
Se estrechan se revuelven,
Las frentes sobre el pecho,
En los ojos obscuros el abismo,
Y en el abismo luz, luz y misterio.
Parece que en el fondo
De esos ojos a intervalos,
Un monstruo luminoso se moviera
Sus anillos flexibles revolviendo;
Con rápidos espasmos
Se sacuden sus miembros;
Sus músculos elásticos y duros
Al salto y la carrera están dispuestos;
La sangre apresurada
Circula bajo de ellos
Como corre callado entre las breñas
Un rebaño de fieras que va huyendo;
No hay en su rostro inmóvil
Ni siquiera un reflejo
Del espíritu extraño y concentrado
Que, al parecer, lo anima desde lejos;
Se advierte en su mirada
Un constante recelo,
Y una impasible languidez que tiene
Algo de triste, mucho de siniestro.
Son esbeltas sus formas,
Duros sus movimientos;
La tez cobriza, el pómulo saliente,
Negros los ojos, como el odio negros.
Sobre los fuertes hombros
Se derrama el cabello
En crenchas lacias. rígidas y obscuras,
Que enlutan más aquel huraño aspecto.
Pupila prolongada
Que prolongó el acecho:
Dilatada nariz y estrecha frente
A que se ajusta enhiesto.
Un erizado matorral de plumas
De colores diversos
Que parecen brotar de la cabeza
Como brotan de un tronco los renuevos.
Jamás mira de frente,
Jamás alza la voz: muere en silencio,
Jamás un signo de dolor se posa
Entre sus labios pálidos y gruesos.
No borra ni el suplicio
Su ademán de desprecio
Sólo el combate en su fragor arranca
Estridente alarido de su pecho.
Entonces, semejantes
A los colmillos del jaguar sediento,
Brillan entre los labios del salvaje
Los dientes blancos con horrible gesto.
Son el hombre-charrúa
La sangre del desierto,
La desgraciada estirpe que agoniza
Sin hogar en la tierra ni en el cielo.

V

El grupo de Indios, como viva masa
De apeñuscados cuerpos,
Adelanta, rodeado de arcabuces,
Entre las casas del pajizo pueblo.
Salen de sus viviendas las mujeres
Y los hombres a verlos;
Ni una impresión se nota en sus semblantes,
Todos caminan impasibles, fieros.
Ah!... todos no: miradlo. ¿Quién es ese
Que se detiene trémulo?
¿No es su pupila azul? Azul, no hay duda.
¿Que hay en ella? ¿Terror? ¿Asombro? ¿Miedo?
¡Extraño ser! ¿Qué raza da sus líneas
A ese organismo esbelto?
Hay en su cráneo hogar para la idea,
Hay en su frente espacio para el genio.
Esa línea es charrúa; esa otra. .. humana.
Ese mirar es tierno. ..
¿No hay en el fondo de esos ojos claros
Un ser oculto con los ojos negros?
La blanda piel de un tigre
Ha ceñido su cuerpo;
No se ha pintado el rostro, ni su labio
Ha atravesado el signo del guerrero.
Es pálido, muy triste; en su semblante
Y en su azorado aspecto,
Hay algo misterioso
Que inspira amor, o desazón, o duelo.
¿Por qué se ha desprendido de su grupo?
¿Se ha apoderado un vértigo
De ese salvaje enfermo que venía
Entre los otros indios prisionero?
La onda de un suspiro
Se ha notado quizá sobre su pecho,
Y se hubiera creído al observarlo,
Que ha roto entre los dientes un lamento
No es ira, no es encono; ¿qué es entonces
Ese temblor extraño de sus miembros?
¡Así sacude su prisión el alma
Cuando estallan en ella los recuerdos!

VI

Es que Blanca, al pasar lo está mirando
Con inocente empeño,
Y él clava en ella los azules ojos
Cual poseído de un pavor intenso.
La mira absorto, fijo, con el labio
Inmóvil y entreabierto:
Parece interrogar alzo invisible,
A al mismo, a su sombra, a su recuerdo.
Diríase que alumbra sus pupilas
El cercano reflejo
De algo como una aparición radiosa
Sensible sólo para el indio enfermo.
Y por la lumbre intensa de una idea
Que viene desde adentro;
Que arde en el alma y llega hasta los ojos
Y con la otra visión se funde en ellos.
Esperando a Gonzalo estaba Blanca
En el umbral de su morada: al verlo
Corrió hacia él, y distinguió al salvaje
Que allí venía entre los otros presos.
Ved como tiembla el indio
De ojos extraños de color de cielo.
Blanca esa noche se encontró llorando
Al acordarse del salvaje enfermo,

VII

Cavó una flor al río.
Los temblorosos círculos concéntricos
Balancearon los verdes camalotes
Y entre los brazos del juncal murieron.
Las grietas del sepulcro
Han engendrado un lirio amarillento.
Guarda el perfume de la flor caída,
La flor no existe: ha muerto.
Así el himno cantaban
Los desmayados ecos:
Así lloraba el urutí en 1as ceibas.
Y se quejaba en el sauzal el viento,

VIII

¿Quién es ese charrúa que suspira?
¿Quién es el prisionero
Que es capaz de alumbrar con luz del alma
Esos sus ojos de color de cielo?
Tabaré lo apellidan los charrúas,
O el hijo de los ceibos. . .
¡Hijo de mi dolor! una española
Le decía llorando ha mucho tiempo.

.....................

Las grietas del sepulcro
Han engendrado un lirio amarillento;
Tiene el hábito de la muerte,
Su extrema palidez y su misterio.

IX

El pánico del indio indescriptible
Duró sólo un momento;
Marchando confundido entre los otros
Se aleja Tabaré; pero a lo lejos
Entre el grupo cobrizo se destacan
Las líneas de su cuerpo
De una amarilla palidez. La niña
Lo sigue con los ojos largo tiempo,

.....................

X

-¿Quién es Gonzalo, ese Indio que trajiste,
El de la frente Pálida.
Qué me miró de un modo tan extraño
Cuándo venía entre tus hombres de armas?
¿Está enfermo? Qué tiene? Me despierta
Una profunda lástima.
¿Qué tiene en esos ojos? ¿Lo recuerdas?
¿Qué harás con él? ¿Quién es? ¿Cómo se llama?
-¿Lo sé yo acaso? Ese hombre es un misterio,
Es un misterio, Blanca.
Al cruzar aquel bosque lo encontramos
En actitud de duelo o de plegaria.
Y es el mismo, lo es, estoy seguro,
Que he visto en las batallas
Reír con el peligro y con la muerte,
Bravo como el aliento de su raza.
¡Y qué! ¿Tiene algún crimen?
¿No lucha por su hogar y por su patria?
¿No defiende la, tierra en que ha nacido,
La libertad que el español le arranca?
Cuando a él nos llegamos,
No sintió nuestros pasos a su espalda,
Ni demostró sorpresa, al verse solo,
Rodeado de arcabuces y de adargas.
Por cárcel este pueblo s¿ le ha dado.
El ha de respetarla.
Yo probaré en ese hombre si se encuentra
Capaz de redención su heroica raza.
¡Qué! ¿,Sólo duelo y muerte
Ha de obtener América de España?
¡La sangre de esos hijos del desierto
Más que el orín deslustra nuestras armas!
Gonzalo. no te olvides
De la española sangre derramada,
Le dijo Doña Luz-, esos salvajes
Hombres no son; la redención cristiana
No alcanza a redimirlos,
Pues para ellos no fue: no tienen alma;
No son hijos de Adán no son, Gonzalo;
Esa estirpe feroz no es raza humana.

XI

Duermen los indios prisioneros, duermen
Tendidos en el suelo, como masa
De bronce que se mueve y que palpita
Con aliento vital en las entrañas.
Sobre aquellas cabezas que, en los brazos
Y, entre cabellos rígidos descansan,
No se siente pasar un solo ensueño;
Nada invisible por los aires anda.
Pero entre el grupo de dormidos cuerpos,
Despierta una figura se destaca;
Inmóvil, con los ojos encendidos,
Clavada en el vacío la mirada.
Las horas, una a una, la encontraron,
Como una sombra vana;
La vio la noche, la abrazó el Insomnio,
Y así la halló la claridad del alba.

Juan Zorrilla de San Martin