I
Estoy en pie en la cumbre: absorta queda,
fija en el precipicio la mirada...
¡Qué años negros ofrece esta jornada,
a los treinta malditos de Espronceda!
Cuando este día ante la noche ceda,
¿quién disipa las sombras de la nada?
¡La fe quizá, que anuncia otra alborada,
como el pájaro oculto en la arboleda!
Mas ¿quién baja sin miedo al mundo arcano?
¿Quién no teme al abismo, en la caída,
buscando al sol entre la noche bruna?...
¡Ah, si posible fuera al ser humano
volver, desde la cumbre de la vida,
a morir niño en su inocente cuna!
II
¡Si hubiera sido así! ¡Cuán bello fuera
volver al seno, que el infante adora!
¡El véspero fundirse con la aurora,
la última aurora con la luz primera!
Tornar el tiempo en su veloz carrera,
desvanecerse el alma creadora,
y al centro, en que la vida se elabora,
irse plegando la girante esfera.
Al infinito espacio misterioso,
donde las leyes del silencio rigen,
llegar con el postrero el primer día.
Y caer lo absoluto en el reposo,
el Universo en su divino origen,
Dios en su propia eternidad sombría...
III
Estoy en pie en la cumbre: atrás, el llano;
debajo, la honda vertical pendiente;
arriba, está la bóveda esplendente
donde se interna el ideal humano.
Firme la planta, rígida la mano,
hay que bajar por la áspera vertiente,
al suelo vuelta la humillada frente
y puesto en Dios el corazón cristiano.
Cuando el cuerpo en la tierra se derrumba
sube el alma en la atmósfera serena...
Puede venir la muerte no temida.
¡Yo sé que está la fe, tras de la tumba,
y en plena luz, tras de la sombra plena,
la eterna fuente de la eterna vida!
Jose de Diego