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29 de septiembre de 2009

DOS POEMAS



1

Aquí vine a saberlo.
Después de andar golpeándome como agua entre las piedras
y de alzar roncos gritos de agua que cae despedazada
y rota he venido a quedarme aquí ya sin lamento.
Hablo no por la boca de mis heridas.
Hablo con mis primeros labios.
Las palabras ya no se disuelven corno hiel en la lengua.
Vine a saberlo aquí: el amor no es la hoguera
para arrojar en ella nuestros días a que ardan
como leños resecos u hojarasca.
Mientras escribo escucho cómo crepita en mí
la última chispa de un extinguido infierno.
Ya no tengo más fuego que el de esta
ciega lámpara que camina tanteando,
pegada a la pared y tiembla a la
amenaza del aire más ligero.
Si muriera esta noche sería sólo como abrir la mano,
como cuando los niños la abren ante
su madre para mostrarla limpia,
limpia de tan vacía. Nada me llevo.
Tuve sólo un hueco que no se colmó nunca.
Tuve arena resbalando en mis dedos.
Tuve un gesto crispado y tenso.
Todo lo he perdido.
Todo se queda aquí: la tierra,
las pezuñas que la huellan,
los belfos que la triscan, los pájaros llamándose
de una enramada a otra,
ese cielo quebrado que es el mar,
las gaviotas con sus alas en viaje,
las cartas que volaban también
y que murieron estranguladas con listones viejos.
Todo se queda aquí: he venido a saber que no era mío nada:
ni el trigo, ni la estrella, ni su voz, ni su cuerpo, ni mi cuerpo.
Que mi cuerpo era un árbol y el dueño de los árboles
no es su sombra, es el viento.

2

En mi casa, colmena donde la única abeja volando es el silencio,
la soledad ocupa los sillones y revuelve las sábanas del lecho
y abre el libro en la página donde está escrito el nombre de mi duelo.
La soledad me pide, para saciarse,
lágrimas y me espera en el fondo de todos los espejos
y cierra con cuidado las ventanas
para que no entre el cielo.
Soledad, mi enemiga.
Se levanta como una espada a herirme,
como soga a ceñir mi garganta.
Yo no soy la que toma en su inocencia el agua;
no soy la que amanece con las nubes
ni la hiedra subiendo por las bardas.
Estoy sola: rodeada de paredes y puertas clausuradas;
sola para partir el pan sobre la mesa,
sola en la hora de encender las lámparas,
sola para decir la oración de la noche
y para recibir la visita del diablo.
A veces mi enemiga se abalanza
con los puños cerrados y pregunta
y pregunta hasta quedarse ronca
y me ata con los garfios de un obstinado diálogo.
Yo callaré algún día; pero antes habré dicho
que el hombre que camina por la calle es mi hermano,
que estoy en donde está la mujer de atributos vegetales.
Nadie, con mi enemiga,
me condene como a una isla inerte entre los mares.
Nadie mienta diciendo que no luché contra ella
hasta la última gota de mi sangre.
Más allá de mi piel y más adentro de mis huesos,
he amado.
Más allá de mi boca y sus palabras,
del nudo de mi sexo atormentado.
Yo no voy a morir de enfermedad ni de vejez,
de angustia o de cansancio.
Voy a morir de amor, voy a entregarme al más hondo regazo.
Yo no tendré vergüenza de estas manos vacías
ni de esta celda hermética que se llama Rosario.
En los labios del viento he de llamarme árbol de muchos pájaros.


Rosario Castellanos