I
¡Día de dolor,
aquel en que vuela para siempre
el ángel del primer amor!
II
¿Cómo decía usted, amigo mío?
¿Que el amor es un río?
No es extraño.
Es ciertamente un río
que uniéndose al confluente del desvío,
va a perderse en el mar del desengaño.
V
Bota, bota, bella niña,
ese precioso collar
en que brillan los diamantes como el líquido cristal
de las perlas del rocío matinal.
Del bolsillo de aquel sátiro salió el oro y salió el mal.
Bota, bota esa serpiente que te quiere estrangular
enrollada en tu garganta hecha de nieve y coral.
IX
Primero, una mirada; luego, el toque de fuego de las manos;
y luego, la sangre acelerada y el beso que subyuga.
Después, noche y placer; después,
la fuga de aquel mastín cobarde que otra víctima elige.
Bien haces en llorar, pero ¡ya es tarde!...
¡Ya ves! ¿No te lo dije?
XIII
¿Qué lloras? Lo comprendo.
Todo concluido está
Pero no quiero verte, alma mía, llorar.
Nuestro amor, siempre, siempre...
Nuestras bodas... jamás.
¿Quién es ese bandido que se vino a robar
tu corona florida y tu velo nupcial?
Mas no, no me lo digas, no lo quiero escuchar.
Tu nombre es Inocencia
y el de él es Satanás.
Un abismo a tus plantas, una mano procaz
que te empuja;
tú ruedas, y mientras tanto,
va el ángel de tu guarda triste y solo a llorar.
Pero ¿por qué derramas tantas lágrimas?...
¡Ah! Sí, todo lo comprendo...
No, no me digas más.
XIV
Yo era un joven de espíritu inocente.
Un día con amor la dije así:
Escucha: el primer beso que yo he dado, es aquel que te di...
Ella, entonces, lloraba amargamente. Y yo dije:
¡Es amor! sin saber que aquel ángel desgraciado
lloraba de vergüenza y de dolor.
XVI
Cuando cantó la culebra,
cuando trinó el gavilán,
cuando gimieron las flores,
y una estrella lanzó un ¡ay!;
cuando el diamante echó chispas
y brotó sangre el coral,
y fueron dos esterlinas los ojos de Satanás,
entonces la pobre niña
perdió su virginidad.
XXX
Mira, no me digas más:
¡que otra palabra como ésa
tal vez me pueda matar!
XXXVIII
Lodo vil que se hace nube,
es preferible,
por todo, a nube que se hace lodo:
esa cae y aquél sube.
XLI
Vamos por partes:
comenzará muy puro,
pero, al fin... ¡carne!
LVIII
¿Que por qué así?
No es muy dulce la palabra,
lo confieso.
Mas, de esa extraña amargura
la explicación está en esto:
después de llorar mil lágrimas
ásperas como el ajenjo,
me alborotó el corazón
la tempestad
de mis nervios.
Siguió la risa al gemido,
y a la iracundia el bostezo,
y a la palabra el insulto,
y a la mirada el incendio;
por la puerta de la boca
lanzó su llama el cerebro,
y en aquella noche oscura,
y en aquel fondo tan negro,
con la tempestad del alma
relampagueó el pensamiento,
y les salieron espinas
a las flores de mis versos.
Rubén Darío