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30 de mayo de 2025

MORDIENDO POR LAS CALLES A LOS HOMBRES QUE SE AMAN





Algunas palabras para perder la vía,
algunas palabras, que no falten palabras,
quiero saber el lugar
que ocupa mi
odio, quiero saber dónde se puede encontrar
una tienda del mejor
de los vinos del vaso de la palabra.

Atentos al dolor, sí, sí,
atentos al dolor como en los huesos poderosos de mis
piernas,
atentos al regreso de los hombros
o la tierra hacia las ascuas.

Quiero saber cómo se cae a las llamas,
cómo se cae a la hoguera alta
y doble del
dolor mejor de todo dolor. Yo soy
un ángel falto de recursos, no me mires, voy
hecho lentamente
con el corazón pobre de pobreza de ángel,
con la indigencia en el centro
atento
como un noble mensajero del error
al dolor de los mamíferos.

Cómo se me vierte el fuego en la raíz
de la lengua y la carne
empieza a oler a campana que no cesa. Es terrible,
es terrible
no conocer el mundo de las aves inferiores,
sus migraciones, vuelos,
averías, de las cornejas tan útiles, de las
golondrinas ignorantes y ciegas,
de las gaviotas tristes como otoños.

Mirad, mirad, es tan terrible esto,
yo creo adivinar la sangre de
los míos, es larga, aguda, cruel, se necesitan
trajes para verlo. Como mi sangre
que va mordiendo viñas, que va
mordiendo cuerpos, que va con dientes y con sangre
mordiendo por las calles a los hombres que se aman
saliendo de los cines.

Yo vivo en una ciudad pétrea y
a veces somos pasos.

Se pueden ver arrastrando a nadie,
se pueden ver lustrosas cabelleras,
tres o cuatro pasos solos,
duros, precisamente amargos golpeando
la tarde y las cenizas brillantes como lluvia.

Y las mujeres que cuento en mi cabeza, que recuento,
que olvido,
sus vestidos azules que tendré que colgar, sus
dolorosas manos, vírgenes verdaderas.
Las mujeres que mi madre me abrió para que no empezase
todos los versos con su nombre. Para que no empezase
todos los versos con su vidrio de nombre.
Todas las mujeres que recuerdo
buscando un duro cuenco donde albergar el vientre.
Todas las mujeres que mi madre me abrió.

Pero perdón, el mundo.
Pero perdón, la noche de los gendarmes
que me araña el pezón
Y me pide consuelo.

Todo eso, perdón, yo soy un ángel.
Mi odio es infinito.
Mi odio espera el odio con olor a mantel
y derramado vinagre, ese odio
que se mea en el tacón de las bibliotecarias
hasta que nacen lirios
y la tierra empantana los taxis vigilando
una escuela.
Sí que conozco esa lluvia de dolor,
sí que conozco esa muñeca herida por el odio.

Y a veces las alas comienzan
a pesarme y sobrevuelo el polvo
porque más allá de la muerte, más allá de la muerte
mi odio seguirá repoblando los bosques.

Puedo pensar que no, y entonces
hay un árbol.
Como un número blanco, como una ola de algas
tu cuerpo largo y libre, algo lejano y mío, mío
hasta el desastre.
Un árbol con su techo delante de mi alma.

Será merced a mi alma que se va
con el primer ingrato de septiembre
o la milicia que no espera
por una vez, por una sola vez,
para meterme en tu lengua ávida y rota
y perdonar al circo tanto asunto de valor,
tanto temblor,
tanta ruina con leones despeinados.

Mi amor, si digo esto mis ojos
crecen y sonrío
pero, mi amor, si digo esto tu boca se parece a una tribu
roja que golpea cristales
y es el olor de las amigas que amé tanto
detrás de un cementerio.
Mi amor, mi amor, y como este cuerpo que toco
alguna vez
una alegría sin centro me despierta en la noche
que no termina aún, que no acaba
y todo se ve azul hasta morir
y yo habría de tener hierro en las manos
y quedarme. Tener
los pies, los días, las orejas,
los pechos y las alas con hierro y quedarme.

Esta es una canción desaparecida
para cantar con los brazos extendidos y los ojos
cerrados y las rodillas
en el fango tormentoso de la culpa
mientras cae una lluvia de arcos y volutas milenarias.

Es más dulce mi cuerpo;
aquí está con medallas y
caderas, con el verbo del tabaco y la hojarasca.
Es más dulce así
con huellas diminutas de dientes de ave viva
en mi sexo como una ropa
antigua que devora
la sal, en los pechos enanos como pruebas, retenidos
y aún distantes, enemigos para siempre,
y en la cintura que ardió
con muertos, barricadas, botellas,
armaduras
y un almanaque inútil con la fecha del ocho
y los niños del valle, los perros y las cañas.

Ven, amor, a degollar conejos encima de mis
nalgas.
cuánto tiempo he de esperar, cuánto tiempo
he de esperar.

Además
el silencio de la tierra que
no dice palabras, que no dice
estertor, que no dice
colegio ni cita mayo alguno.

Cuánto tiempo he de esperar.


Luisa Castro