Hablo de la muchacha que tiene
el rostro desfigurado por el fuego
y los senos erguidos y dulces
como dos ventanas con luz,
del niño ciego al que su madre le describe
un color inventando palabras,
del beso leporino jamás dado,
de las manos que no llegaron a saber
que la llovizna es tibia
como el cuello de un pájaro,
del idiota que mira el ataúd
donde será enterrado su padre.
Hablo de Dios, perfecto como un círculo,
y todopoderoso y justo y sabio.
Piedad Bonnett