La monja
Tras el doble
cancel del templo oscuro
donde de Dios las hijas se sepultan;
tras el labrado y misterioso muro
donde las siervas de la Cruz se ocultan.
Una mujer, cordera enamorada
de aquel santo redil que el templo esconde,
pura como la brisa regalada
que al blando acento de la mar responde,
En la profunda soledad gemía,
y al ¡ay! doliente de su dulce boca
de sus ojos el sol llanto vertía
entre la nube de la blanca toca.
Arrodillada sobre el mármol yerto,
clava en la Virgen las miradas bellas,
que atravesaban el cancel desierto
cual la dudosa luz de dos estrellas.
¿Por qué lloraba así? ¿Por qué gemía
la azucena que el templo perfumaba,
y en medio del silencio en que yacía
lágrimas y suspiros devoraba?
Era el instante fúnebre y medroso
en que espiraba el sol, y fugitivas
las luces del crepúsculo dudoso
trepaban por las lóbregas ojivas.
La temblorosa lámpara que arde
de la cóncava bóveda pendía,
como el primer lucero de la tarde
que al frente del altar se detenía.
Esclava del Señor, virgen que lloras,
oveja santa del redil divino,
del claustro entre las bóvedas sonoras
tus ocultos pesares adivino.
Hondo quebranto tu semblante abruma,
perlas derraman tus tranquilos ojos,
y de la iglesia al céfiro perfuma
el blando aliento de tus labios rojos.
Comprendo de tu pecho los latidos;
comprendo, virgen, tus sollozos puros;
el mundo, indiferente a tus gemidos,
vendrá mañana a traspasar tus muros.
Mañana, el valladar que te guardaba
no será la gigante fortaleza
donde la pompa terrenal acaba
y la jornada del martirio empieza.
Sí, que aunque vives ignorada y sola
en ese oculto y escogido puerto,
como en el campo tímida amapola,
como la palma en medio del desierto;
Aunque de Dios en el jardín sagrado
te aduermes, te embelesas y te inspiras;
aunque está por el cielo perfumado
el apacible ambiente que respiras;
Aunque en calma segura te contemplo
del hondo claustro tras la verja densa
rezar bajo la bóveda del templo
donde el alma se abisma y se condensa;
Aunque la guerra con feroz bramido
no asalte de tu celda los umbrales,
también llega esta vez hasta tu oído
la voz de las tormentas mundanales.
II
Mas si implacable la borrasca fiera
por tu santo vergel ronca se extiende,
oye el rumor de la creación entera
que tu bendita libertad defiende.
Sí, que bosques y prados y llanuras,
dilatadas laderas y colinas,
escondido solar, selvas oscuras,
abandonados campos y ruinas,
Grutas, riberas, gigantescos montes
donde la niebla entretejió su velo,
bordando los azules horizontes,
gritan, su frente levantando al cielo:
Ocupad nuestros cárdenos escombros,
y al arte bello nuestras rocas fieles,
sostendrán colosales en sus hombros,
alcázares, palacios y cuarteles;
Mas no lleguéis hasta el hogar sellado,
la casa del Señor, el dulce puerto,
para el bullicio mundanal cerrado,
para la calma y la virtud abierto.
No destruyáis el huerto misterioso
que el santo aroma del Edén exhala,
no sorprendáis el sueño candoroso
donde la imagen del Señor resbala.
La piedra que pongáis en el camino
a las dolientes mártires del suelo,
tal vez, agigantándola el destino,
muro se vuelva que os esconda el cielo.
III
¡Ah! si perdida vuestra mente aislada
en la tiniebla fúnebre y sombría
de la nave claustral iluminada
con la postrera claridad del día;
Si, como yo, de los tumultos lejos,
ante una luz que vacilando arde,
recogieseis los últimos reflejos
de la tranquila moribunda tarde;
Si el aura blanda en impalpable giro
os llevase, al flotar murmuradora,
el débil melancólico suspiro
del triste ser que tras la verja llora;
Si en mística oración embelesada,
como imagen del cielo peregrina,
a la sierva de Dios vieseis postrada
bajo los brazos de la Cruz divina,
No perdieran su encanto y su hermosura,
su santa unción y saludable ejemplo,
ni el templo que idealiza a la figura,
ni la figura que embellece al templo.
IV
Guardar la fe cual perla bendecida
del alma pura en el vergel fecundo;
sentir de lejos palpitar la vida,
crecer los años y rodar el mundo;
Alzar un muro gigantesco y fuerte
que aparte del placer la penitencia:
fingirse acaso el sueño de la muerte
en medio del abril de la existencia;
Ver de la luz la llama esplendorosa,
y preferir, como tiniebla umbría,
en la celda otra luz que hace medrosa
un eterno crepúsculo del día;
El bullicio trocar por el desierto;
hacer del claustro en el rincón profundo
de una lámpara sol, edén de un huerto,
del rezo un himno y de la celda un mundo;
Olvidar los halagos de la suerte;
de los martirios abrazar la palma;
esperar entre sombras a la muerte,
sin nubes ni tormentas en el alma;
Las joyas despreciar por los sayales,
y tras la verja tétrica y sombría
esconder unos ojos virginales
que el amor para el mundo envidiaría.
Es otro amor en su gigante vuelo,
es de virtudes manantial fecundo,
es el amor purísimo del cielo,
y apenas puede comprenderlo el mundo.
V
Si alguna chispa en vuestros pechos arde
de ese amor en que el cielo se recrea,
cuando escuchéis en la dormida tarde
la campana del claustro que voltea;
Cuando en medio de seres que os adoran
disfrutéis del hogar los goces puros,
recordad esas vírgenes que lloran
tras los espesos y cerrados muros.
Dejad a la hermosísima doncella
que tras los nudos del cancel se inclina,
vivir en paz cual pudorosa estrella
que del claustro las noches ilumina.
Angelical, fascinadora y grave,
hunde en la toca la abatida frente,
y allá en el fondo de la inmensa nave
de sus plegarias el rumor se siente.
Ella es la rosa que perfuma el templo,
ella es del mundo celestial viajera,
ella es de amor y de virtud ejemplo,
ella es de su jardín la primavera.
La sierva del Señor se moriría
sin su altar y sus sueños inocentes,
y hasta el aura del huerto gemiría
llorando por las vírgenes ausentes.
De aquellas melancólicas mansiones
no descorráis el misterioso velo;
no turbéis las eternas oraciones
que al mundo libran del furor del cielo.
No sembréis el camino con abrojos
a las que aisladas en la fe se inspiran,
y no empañéis con lágrimas los ojos
donde los mismos ángeles se miran.
Si crecen ante Dios embelesadas
en ese amor que la virtud enciende,
dejadlas en sus claustros, abrazadas
a los pies de esa Cruz que las defiende.
No troquéis esos templos en ruinas;
no destruyáis sus sacrosantos nombres;
no las esclavas de la Cruz divinas
penséis que son esclavas de los hombres.
No dejéis con el mundo de admirarlas
como escogidas virginales perlas:
¡si nos falta la fe para imitarlas,
tengamos el valor de defenderlas!
Que piedra que pongáis en el camino
a las dolientes mártires del suelo,
tal vez, agigantándola el destino,
muro se vuelva que os esconda el cielo.
Antonio F. Grilo