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22 de julio de 2020

ODAS



1



A Don Alonso de Santillán, Alférez Real de los Galeones


Santiso, ¿ahora, ahora la riqueza
de los Ingas embidias, y, guerrero,
ya oprimes con acero
la frente, y con destreza
juegas ya el hierro fiero?


¿Fabricas al flamenco y inglés pirata
cadenas? y amenaza tu estandarte
a aquella oculta parte
do, sediento de plata,
osó penetrar Marte.


Sea; y ufano tus rebeldes huella,
de ellos violento dueño apoderado.
¿Servirte han de su grado
esclava la doncella
o el mozo aprisionado?


¿Ardes por oro?; bebe, bebe; y tanto
el avaro y más que Átalo posea:
poder matar no crea
su sed: fáltale ¡oh, cuánto!
a quien mucho desea.


Bien posible será volver el río
que de altas cumbres vierte despeñado,
a sus fuentes, de grado;
verse helado el estío
y el hibierno abrasado;


cuando tú aquellas con razón divinas
letras de el Aristótil que estimaste
ya, y sédulo aquistaste,
¡en cuáles disciplinas,
malconstante, trocaste!:


la ciencia noble en mercantil cuidado,
y la que sobra todas alabanzas
toga modesta, en lanzas:
habiendo de ti dado
tan otras esperanzas.





2



A N., hermosa y astuta dama de Sevilla

Si pena alguna, Lamia, te alcanzara
por cada voto que perjura quiebras;
si al menos una de tus rubias hebras
en cana se trocara,
creyérate: mas luego que, engañosa,
la fe rompes debida al juramento,
tú, de la juventud común tormento,
despiertas más hermosa.


Falta pues, Lamia bella, al siglo honrado
de tu difunta madre, sin recelo;
falta a tu vida misma; falta al cielo
la fe que les 'as dado:
pues de veer cuánto número confíe
de mozos en tus juras, y qué artera
burles al más astuto que te espera,
todo el cielo se ríe.


Más: que la juventud para ti crece
toda; crécente nuevos servidores,
y de los que hoy desprecias amadores
ninguno te aborrece:
de ti la madre teme a su querido
hijo; terne de ti el viejo avariento;
teme la esposa que tu dulce aliento
detenga a su marido.





3



¿Qué pide al cielo el bien disciplinado
filósofo? De Creso no el tesoro,
ni de Midas el oro,
ni de Augusto el estado,
ni el trigo que Secilia fértil siega,
ni las vacadas de Calabria gruesas,
ni las anchas dehesas
que el Guadalquivir riega.


Poden aquellos a quien dio Fortuna
viña, y la plata con primor labrada
sirva al que estima en nada
el golfo, y le importuna
y sulca tres y más veces sin pena,
caro a los cielos mismos. Yo, contento
con poco, el mar violento
veré desde la arena,
y al cielo pediré sola una honesta
y mediana fortuna, con buen seso;
una vejez de peso,
ni a mí ni a otro molesta.




4



El entero varón, de culpas puro,
por do quiera sin flecha enherbolada
y sin arco, Sabino, y sin cargada
aljaba irá seguro,
ora traviese páramos desiertos,
de humanas plantas no jamás 'ollados,
ora cerradas breñas, o empinados
y mal seguros puertos.


Tal vez pasé, con religioso antojo
de veer al gran pastor que el Vaticano
mora, los montes donde el africano
caudillo perdió un ojo,
y, de Flora cantando la belleza,
sin armas con que de él me defendiera,
huyó un lobo de mí, que mayor fiera
no vio Naturaleza.


Véame, pues, en la región ardiente,
negra y estéril con eterno estío;
véame en la que siempre abrasa el frío,
y al sol no ve e luciente;
que en cuanto el cielo vueltas multiplica,
para que el sol al mundo luz envíe,
amaré a Flora, la que dulce ríe,
la que dulce platica.




5



Ya, ya, y fiera y hermosa,
madre de los amores, quebrantado
desamparé tu enseña. ¿Y tú, envidiosa,
a mí? ¿tú a mí, malsano y desarmado?
¿Qué te podré yo ser? Al vulgo vano
risa, y silbo afrentoso;
Al sabio ¡oh, cuánto espanto!, y al piadoso;
¡cuál fábula al profano!


De el venusto semblante
la ya florida tez huyó marchita,
y el pelo, que en la frente alzó arrogante
cresta, desnudo otoño lo ejercita.
Ni contender con el rival podría,
ni esperar, vanamente
crédulo, amor recíproco en la ardiente
llama sabrosa mía.


Puedo apena sufrirme,
inútil carga, ¿y burlas, oh hermosa?
¿o provócasme seria? ¿y conducirme
a tu milicia esperas peligrosa?
Su Cypro, ay, Venus a desamparado,
y en fuego convertida
y en belleza (ya tal se mostró en Ida),
toda en mí se a largado.


Árdenme aquellos ojos
negros de la Amarili, que, serenos,
roban el sol; aquellos sus enojos
árdenme, de sal -más que d'ira- llenos;
su dulcemente acerba rebeldía,
y de su negro pelo
el oro, el fuego. ¿Arabia y Mongibelo
tal fuego, oro tal cría?


¿Quién trocará, prudente,
por cuanto el Inga atesoró, el cabello
de Amarili? ¿y por todo el rico Oriente?:
cuando ella tuerce -¡oh, cómo hermosa!- el cuello
a mis ardientes besos, y, rogada,
con saña fácil niega
lo que ella, más que el mismo que le ruega,
dar quisiera, robada.




6


Huyó la nieve, y árboles y prados
de hoja y rama se visten;
la tierra se reboza, y, amenguados,
los ríos no la embisten.


El año te amonesta que no esperes
bienes aquí inmortales,
y el día, que arrebata los placeres
y gustos no cabales.


Amansa de el invierno yerto el frío
con Fabonios templados;
y al verano ahuyentan, de el estío
los soles requemados.


Éste falleces luego que el sabroso
otoño nos madura
los frutos, y el invierno perezoso
por tornar se apresura.


Mas los daños de el tiempo, presurosas,
las lunas los reparan;
y restituye el Céfiro las rosas
que los Cierzos robaran.


Nos, de peor condición, si tal vez una
a aquesta luz cedemos,
¿en qué abril, a qué viento, con qué luna
renovamos podremos?




7


Cuando tú me encareces
oh Amarili, de Julio el talle hermoso,
y, mirando, enmudeces,
a Julio, con descuido mal curioso,
¡ay, cómo arde en mi pecho
infernal rabia! Y con dolor esquivo
revienta a mi despecho
por los ojos el llanto fugitivo.


Y, cambiando colores,
indicación da el rostro fatigado
de cuán fieros ardores
en mi alma lentamente se han lanzado.


Quémame ver señales
de burlas en tus brazos de alabastro;
quémame en los corales
de tus labios veer de otro fuego el rastro.


No (si tú bien me escuchas)
con mozos libres, so color de juego,
osada emprendas luchas,
que allí oculto de Venus yace el fuego.


Oh tres veces dichosos
los que añuda con lazo Amor tan fuerte
que celos rigurosos
primero no lo rompan, que la muerte.




8



Si de renta más cuentos
que los Ingas y chinos alcanzares,
y tus anchos cimientos
las tierras ocuparen y los mares,
ni la certera flecha
de la muerte huirás, ni de su miedo
la importuna sospecha
tenerte dejará el ánimo ledo.


¡Oh, mejor el gitano,
sin patria conocida ni solares,
vive!, y el africano
en movedizas casas aduares,
a quien fruto crecido,
no con lindes tasado ni mojones,
el campo agradecido
rinde, y de trigo fértiles montones.


Y, con labor de un año
llenos, holgar permiten a la tierra;
y al que administra o gaño,
igual otro sucede, paz y guerra.


Allí el varón no rige,
soberbia con la dote, su casada,
ni el vicio mal corrige,
de el poderoso adúltero fiada.


Gran dote es la nobleza
y honestidad, allí, de los mayores;
el pecar, gran vileza,
o su precio morir. Si los favores
-oh tú, quien quiera que seas-
de los siglos pretendes inmortales;
si escrito ser deseas
Padre de el pueblo en públicos anales,
osa enfrenar, severo
cuerdamente, la vida licenciosa,
y al siglo venidero
virtud, que imite, ofrece generosa.


Pues tal es que, envidiosos,
en los presentes la virtud odiamos,
y, de ella codiciosos,
si a los ojos fallece, la buscamos.
¿qué sirve las querellas
si el castigo las culpas no descrece?
¿qué las leyes, cual ellas
vanas, si, exento el pueblo, no obedece?


Ni ya el estéril suelo
de la tórrida, ardiente siempre y solo,
ni ya el eterno hielo
de los siete Trïones y de el polo,
al mercader desvía
de sus torpes ganancias: vence artero,
con pertinaz porfía,
tamaño golfo un breve marinero.


Y presta la pobreza
(grande oprobio hoy) paciencia y ardimiento
para cualquier vileza,
y pone en torpe olvido el santo intento.


O al común (do la fama
y aplauso popular con gloriosos
apellidos nos llama),
o al mar vecino los rubís preciosos
y el oro inútil demos,
de todo mal ¡cuán ciertas ocasiones!


Y si nos malqueremos
las maldades, si bien somos varones,
de la torpe avaricia
las letras no se aprendan, no, primeras;
mas beba en la puericia
disciplinas el ánimo severas.


No cual hoy que no gusta
ni andar sabe a caballo el a hembrado
mozuelo, y la robusta
caza teme: ¡oh el naipe, así, y el dado!


Y tú, oh padre perjuro,
y trefe a tus amigos y usurero,
¿con recambios el juro
apresuras, y el censo, a ese heredero?


Está bien. Y sin tasa
crezca la hacienda; crezca. Mas, ¿qué importa,
si la codicia escasa
siempre en un no sé qué la llora corta?




9



A Francisco de Acosta en la muerte del padre Josef Acosta, su hermano


¿Quién pondrá freno y término al deseo
de una vida, Faustino, así preciosa?
¡Oh, cómo fuera dino aquí el empleo
de tu voz numerosa
y de tu lira, Orfeo!



Eterno sueño al grande Acosta oprime,
cuyo par no vio el sol. Y la fe pura
y la entereza, sin consuelo, gime
sobre la sepultura;
ni ay quien no se lastime.



Faltó en dolor de muchos; mas ninguno
al tuyo igual. Tú, aquél, piadoso en vano,
al cerrado sepulcro, tú, aquél, uno,
al cielo soberano
demandas importuno.



Bajase fácil a la hoya escura;
pero dar paso atrás, y a aqueste aliento
y luz común volver (¡oh, cómo es dura
provincia!) no es intento
permitido a criatura.



Es grave asaz la pérdida, y terrible
y fiero es el dolor que de ella avino;
mas (si emendar el hado es imposible)
modérelo, Faustino,
la paciencia invencible.




10



No estimes, no, por afrentoso el nudo
que con esclava te enlazó tan bella;
pues otra ya, menos hermosa que ella,
a Aquiles arder pudo.


Agamenón, la prez y honor de el griego
vando, ¿triunfo no fue de su cautiva?;
y otra la condición de Aiace altiva
rendir pudo a su fuego.


¿Qué, Tirso? ¿no será que ilustre padre
engendrase a tu Fili, y que los cielos
le diesen, como a ti, nobles abuelos?,
si no bien igual madre.


Su aquel ánimo, al menos, generoso;
aquel su corazón así arredrado
de interés y doblez, no fue heredado,
no, de padre afrentoso.


¡Y el rostro! ¿Dó se vio par hermosura?
¡Qué pie!, ¡qué manos tan a tomo hechas!
Sano la alabo, Tirso, ¿qué sospechas?
Ya la edad me asegura.




11



A Don Alonso de Santillán, que volvía de las Indias


¡Oh mil veces conmigo reducido
al postrer punto de la vida odioso!:
¿cuál astro poderoso
hoy te ha restituido
a tu suelo dichoso,
Santiso, la mitad del'alma mía?


Contigo alegremente los ardores
de los soles mayores,
contigo no sentía
de el cierzo los rigores.


Ambos de el mar huimos proceloso
la saña; a mí por medio del cerrado
peligro mi buen hado,
alegre y victorioso
a puerto me a sacado.


A ti segunda vez, mal advertido,
la resaca sorbió de el mar hambriento;
y al arbitrio de el viento,
y al caso, permitido
te viste y sin aliento.


Cumple tu voto, y, grato al cielo santo,
con lágrimas gozosas ya el sereno
rostro baña, y el seno;
que yo, Santiso, al tanto,
te espero en Mirarbueno.


¡Oh, fuese a mi vejez firme reposo
este lugar!; de mis navegaciones
y peregrinaciones,
¡oh, término dichoso
fuese!, y de mis pasiones.


Este rincón, de todos los de el suelo
me place más, do brota la primera
y la rosa postrera;
do siempre es uno el cielo,
do siempre es primavera.


Éste a la mesa espléndida conmigo
y al brindis te convida. ¡Oh cuerdo exceso!
Dulce me es ser travieso,
cobrado un tal amigo;
dulce perder el seso.




12



Profecía de el Tajo en la pérdida de España



Rendido el postrer godo a la primera
y última hermosura que en el suelo
vio el sol, del Tajo estaba en la ribera,
moviendo envidia al cielo,
de su adorada fiera.
La real corona y cetro el ciego amante
derribaba (¿y qué no?) a los pies de aquélla.


Huéllalo todo altiva, y con semblante
fiero otra vez lo huella;
y él, ay, pasó adelante:
¡oh mal dulce deleite Puso luego
calma enojosa en su corriente el río
para advertir, aunque ofendido, al ciego
rey, en su desvarlo,
de el hierro así y de el fuego


que le amenaza: «En punto desdichado
ofendiste a esa hermosa, oh godo injusto,
que vengará con tanto y tal soldado
África, de tu gusto
y de tu real estado
despojándote. ¡Ay, ay, cuánta fatiga!;
¡cuánto afán al caballo y al valiente
infante amaga! ¡a lanza y a loriga!
Mueves contra tu gente
¡cuánta diestra enemiga!


Ya suena el tambor; ya las banderas
se despliegan al viento; ya, obedientes
al acicate, corren en hileras
los jinetes ardientes
y las yeguas ligeras.


No escusas, no, la lanza y el tranzado
arnés, en sólo el ámbar y el curioso
peine (¡oh varón!, ¡oh rey!) ejercitado:
¿no ves cuán espantoso
baja el campo, y formado?


Mira cómo Tarife, travesando
osado por las huestes y valiente,
tu enseña abate, y Muza destrozando
(asombro de tu gente)
los campos va talando.


Conocerás allí al nunca vencido
Almançor, que en tu mengua se engrandece.
Mas al conde, ay, ¿no ves cuán sin sentido
y hierbe y se enfurece,
buscándote ofendido?


No así medroso gamo, no así presto,
será que de el hambriento lobo huya,
cual flaco tú de el émulo molesto:
habiendo a aquesta tuya
prometido no aquesto.


Traerá -presago yo- al godo su día,
tras no muchos diciembres, la africana
armada que ya el Cielo airado guía:
caerá tu soberana
y antigua monarquía.»


Francisco Medrano