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24 de junio de 2020

ROMANCES


I

Desgraciados ojos míos
que mirasteis sin recelo
la hermosura donde Amor
estaba, cruel, encubierto;

justo es que, mísero, pagues
tan fatal atrevimiento,
y que resignado sufras
los martirios, los tormentos.

Amor ya con mil cadenas
mi albedrío tiene preso,
y cruelmente le maneja
por donde quiere mi dueño.

Aunque os deshagáis en llanto
no escuchará tu lamento;
aunque gimas y suspires
tu mal no tiene remedio.

Pronto, pues, venga la muerte
y os eclipse con su velo...
Pero no, quizás tus penas
se acabarán con el tiempo.


II


LA ADVERTENCIA


Incauto joven, mi musa
en su tormento, te encarga
que no des dentro del pecho
al tirano Amor posada;
y que cuidadoso evites,
con diligencia estudiada,
las incurables heridas
de los tiros de su aljaba.

Pues el niño Dios de amores
es de condición tan mala,
de proceder tan perverso
y de tan poca constancia,
que cuando con sus caricias
nos entretiene y halaga,
cuando más nos favorece,
y cuando con fuerza extraña
los contentos, los placeres,
parece nos procurara;
veloz huye, y con presteza,
revoloteando las alas,
en busca de nuevas víctimas
se precipita con ansia,
dejándonos ya cautivos
de una hermosura tirana.

Entonces, ¡mísero estado!
¡Situación jamás pensada!,
el sosiego y la quietud
que antes el pecho gozaba,
de improviso se convierten
en pesares que ignoraba;
en angustias, en tormentos
que martirizan el alma.

La ingratitud, el desprecio,
la tibieza con que ufana
corresponde a tu amor tierno
tu querida idolatrada,
son dogales, son martirios
que de ti no se separan,
y que como sombras siguen
a tu fervorosa llama.

Y por fin de tu dolencia
la fortuna te depara,
o un rival que, afortunado,
tu gloria y bien te arrebata,
o la ausencia que, insensible,
divide pechos que se aman:
pues no hay desdicha mayor
que ver su dicha robada,
o carecer de la vista
de aquélla que se idolatra.

Y como esto y mucho más
dentro de mi pecho pasa,
no te entregues al amor
mi triste musa te encarga.


III

¿Dónde estás, dueño querido,
que mi amor no puede hallarte?
¿Dónde estás que no respondes
al que se afana en buscarte?...

Presente en mi pensamiento,
mas de mis ojos distante,
parece que estás conmigo,
pero no puedo encontrarte.

Fugitiva, en sombras leves
te conviertes y deshaces,
cuando intento contra el pecho
que te idolatra, estrecharte.

No así, pues, huyas, tirana;
ven, mi bien, y en un instante
fenecerán mis tormentos,
mis suspiros y mis ayes.

¡Ven, mi bien!, pero ¿qué digo?...
Huye de mí, pues pesares
circundan siempre mi pecho
desde que supe adorarte.


IV

Es mi pecho calabozo
de tormentos y pesares;
mis labios, los del silencio,
que no aciertan a quejarse.

¿Dónde está mi dicha antigua?
¿Dónde mi ventura grande?
¡Ay amor! Que yo le busco
y jamás puedo encontrarle.

Una ingrata a quien rendido
tuve mi pecho constante
me causa hoy la desventura
que no puede imaginarse.

Después de tantas promesas,
de expresiones tan amables,
de halagüeñas esperanzas
y de un querer tan estable;

después de que yo por ella
he sufrido fieros males,
escoge la incierta dicha
que le ofrece un nuevo amante.

¿Pero qué esperar debía
de un corazón tan infame?
Ingratitud y mudanzas,
desprecios, desdén y ultrajes.


V

Muero de amor, y deseo
que mi muerte se dilate
por gozar de la agonía
los prolongados instantes.

De mi dolor el remedio
pudiera estar en que yo hable,
mas, como el mal me deleita,
tengo miedo en declararme;

pues, si soy correspondido,
sucederá que se acabe
con la posesión el gusto,
que en el deseo es durable;

y si no, con mi esperanza
fenecerán los pesares
que producen en mi pecho
sensaciones agradables.

De modo que, en tal estado,
vida ni muerte me place,
pues que viviendo o muriendo
mi gusto actual se deshace.

Entre la vida y la muerte
quiero, pues, un medio estable,
el medio es: estos momentos
de agonía deleitable.


VI

¡Ay de mí!... que, en el recinto
de estas lóbregas paredes,
sólo acompañan mis penas
imaginaciones crueles.

¡Ay de mí!... que sin mi dueño,
y sin mis amigos fieles,
negado a luz del día,
espero solo la muerte.

¡Ay de mí!... que solitario
en aqueste oscuro albergue
soy el blanco de las iras
y del odio de las gentes.

¡Ay de mí, triste!... ¡Qué haré
si nadie me compadece!...
¡Si todos mi mal procuran,
e inhumanos me aborrecen!

¡Ay de mí, triste!... Quizás
la prenda de mis placeres,
porque me mira en desgracia,
me habrá ya olvidado aleve.


VII

Yo desprecié una hermosura
que ardía por mí en amores,
y de otra que no me quiere
solicito los favores.

Celoso estoy y ofendido,
mas no me atrevo a quejarme;
sufro en silencio mis cuitas:
Quien tal hizo, que tal pague.

Como yo correspondí
así me han correspondido:
un favor con un desprecio,
con una ofensa, un cariño.

Mi alegría la entristece;
mi tristeza la complace;
mis halagos la fastidian:
Quien tal hizo, que tal pague.

Pues si es justo que padezca
y experimente rigores,
vengan tormentos y penas,
vengan ansias y dolores.

Sufra de mi bien querido
toda especie de crueldades,
y en mí se cumpla el adagio:
Quien tal hizo, que tal pague.

Haré frente al infortunio
y a lo adverso de mi suerte,
y en castigo de mi culpa
sufriré la misma muerte.

Entre el polvo de la tumba,
cuando esté yerto cadáver,
exclamaré en tristes voces:
Quien tal hizo, que tal pague.

Pero, prenda idolatrada,
no me castigues con celos,
que no hay valor que resista
tan infernales tormentos.

Quizás tu amante algún día
despreciará tu amor fino,
y entonces, dirás: Es justo
que tal pague quien tal hizo.



Miguel W. Garaycochea