A mi querido amigo el distinguido poeta
don Antonio Hurtado.
Desde esta soledad en donde vivo,
y en la cual de los hombres olvidado
ni cartas ni periódicos recibo;
donde reposo en apacible calma,
lejos, lejos del mundo que ha gastado
con la del cuerpo la salud del alma;
antes de que el torrente desbordado
de la ambición con ímpetu violento
me arrebate otra vez; desde la orilla
donde yace encallada mi barquilla,
libre ya de las ondas y del viento,
como recuerdo de amistad te escribo.
¡Ay! Aunque salvo del peligro, siento
la inquietud angustiosa del cautivo,
que rompiendo su férrea ligadura,
traspasa fatigado a la ventura
montes, llanos y selvas, fugitivo.
El rumor apagado que levantan
las hojas secas que a su paso mueve,
las avecillas que en el árbol cantan,
el aire que en las ramas se cimbrea
con movimiento reposado y leve,
el río que entre guijas serpentea,
la luz del día, la callada sombra
de la serena noche, el eco, el ruido,
la misma soledad ¡todo le asombra!
Y cuando ya de caminar rendido,
sobre la yerta piedra se reclina
y le sorprende el sueño y le domina,
oye en torno de sí, medio dormido,
vago y siniestro son. Despierta, calla,
y fija su atención despavorido;
las tinieblas le ofuscan, se incorpora
y el rumor le persigue. ¡Es el latido
de su azorado corazón que estalla!
Y entonces ¡ay! desesperado llora.
Porque es la libertad don tan querido.
que en el humano espíritu batalla,
más que el placer de conseguirla, el miedo
de volverla a perder.
Yo que no puedo recordar sin espanto la agonía,
la dura y azarosa incertidumbre
en que mi triste corazón gemía
sometido a penosa servidumbre,
cuando, arista a merced del torbellino,
sin elección ni voluntad seguía
los secretos impulsos del destino,
y, en ese pavoroso desconcierto
de la social contienda, consumía
la paz del alma ¡la esperanza mía!
hoy que la tempestad arrojó al puerto
mi navecilla rota y quebrantada,
temo ¡infeliz de mí! que otra oleada
la vuelva al mar donde mi calma ha muerto.
Para vencer su furia desatada
¿qué soy yo? ¿qué es el hombre? Sombra leve,
partícula de polvo en el desierto.
Cuando el simún de la pasión le mueve,
busca el átomo al átomo, y la arena
es nube, es huracán, es cataclismo.
Gigante mole los espacios llena,
bajo su peso el mundo se conmueve,
obscurece la luz, llega al abismo
y al sumo Dios que la formó se atreve.
Vértigo arrollador todo lo arrasa;
pero después que el torbellino pasa
y se apacigua y duerme la tormenta,
¿qué queda? Polvo mísero y liviano
que el ala frágil del insecto aventa,
que se pierde en la palma de la mano.
¡Oh grata soledad, yo te bendigo,
tú que al náufrago, al triste, al pobre grano
de desligada arena das abrigo!
Muchas veces, Antonio, devorado
por ese afán oculto que no sabe
la mente descifrar, me he preguntado,
cuestión a un tiempo inoportuna y grave
¿qué busco? ¿adónde voy? ¿por qué he nacido
en esta Edad sin fe? Yo soy un ave
que llegó sola y sin amor al nido.
A este nido social en que vegeta,
mayor de edad, la ciega muchedumbre,
al infortunio y al error sujeta
entre miseria y sangre y podredumbre.
Contémplala, si puedes, tú que al cielo
con tus radiantes alas de poeta
tal vez quisiste remontar el vuelo,
y si éste el mundo que soñaste ha sido
nunca el encanto de tu dicha acabe...
¡Ay! pero tú también eres un ave
que llegó sola y sin amor al nido.
Desde la altura de mi siglo, tiendo
alguna vez con ánimo atrevido,
mi vista a lo pasado, y removiendo
los deshechos escombros de la historia,
en el febril anhelo que me agita
sus ruinas vuelvo a alzar en mi memoria.
Y al través de las capas seculares
que el aluvión del tiempo deposita
sobre columnas, pórticos y altares;
del polvo inanimado con que cubre
la loca vanidad del polvo vivo,
que arrebata a su paso fugitivo,
como el viento las hojas en octubre;
mudo de admiración y de respeto
busco la antigüedad -roto esqueleto
que entre la densa lobreguez asoma
y ofrecen a mi absorta fantasía
sus dioses Grecia, sus guerreros Roma,
sus mártires la fe cristiana y pía,
el patriotismo su grandeza austera,
sus monstruos la insaciable tiranía,
sus vengadores la virtud severa.
Y llevado en las alas del deseo
que anima mi ilusión, a veces creo
volver a aquella Edad: En la espesura
del bosque, en el murmullo de la fuente,
en el claro lucero que fulgura,
en el escollo de la mar rugiente,
en la espuma, en el átomo, en la nada,
Apolo centellea, alza su frente
de luminoso lauro coronada.
Por él la luna que entre sombras gira,
la luz que en rayos de color se parte,
la ola que bulle, el viento que suspira,
todo es Dios, todo es himno, todo es arte.
¡Ay! ¿No es verdad que en tus eternas horas
de desaliento y decepción, recuerdas
esa dorada Edad, y que te inspira
el coro de sus musas voladoras,
que murmuran y gimen en las cuerdas
de la ya rota y olvidada lira?
Aunque las llames, no vendrán; ¡han muerto!
La voz del interés grosera y ruda
anuncia que el Parnaso está desierto
la naturaleza triste y muda.
Que en este siglo de sarcasmo y duda
sólo una musa vive. Musa ciega,
implacable, brutal. ¡Demonio acaso
que con los hombres y los dioses juega!
La Musa del análisis, que armada
del árido escalpelo, a cada paso
nos precipita en el obscuro abismo
o nos asoma al borde de la nada.
¿No la ves? ¿No la sientes en ti mismo?
¿Quién no lleva esa víbora enroscada
dentro del corazón? ¡Ay! cuando llena
de noble ardor la juventud florida
quiere surcar la atmósfera serena,
quiere aspirar las auras de la vida,
esa Musa fatal y tentadora
en el libro, en la cátedra, en la escena
se apodera del alma y la devora.
¡Si a veces imagino que envenena
la leche maternal! En nuestros lares,
en el retiro, en el regazo tierno
del amor, hasta al pie de los altares
nos persigue ese aborto del infierno.
¡Cuántas noches de horror, conmigo a solas,
ha sacudido con su soplo ardiente
los tristes pensamientos de mi mente
como sacude el huracán las olas!
¡Cuántas, ay, revolcándome en el lecho
he golpeado con furor mi frente,
he desgarrado sin piedad mi pecho,
y entre visiones lúgubres y extrañas,
su diente de reptil, áspero y frío,
he sentido clavarse en mis entrañas!
¡Noches de soledad, noches de hastío
en que, lleno de angustia y sobresalto,
se agitaba mi ser en el vacío
de fe, de luz y de esperanza falto!
¿Y quién mantiene viva la esperanza
si donde quiera que la vista alcanza
ve escombros nada más? Por entre ruinas
la humanidad desorientada avanza;
hechos, leyes, costumbres y doctrinas
como edificio envejecido y roto
desplomándose van; sordo y profundo
no sé qué irresistible terremoto
moral, conmueve en su cimiento el mundo.
Ruedan los tronos, ruedan los altares:
reyes, naciones, genios y colosos
pasan como las ondas de los mares
empujadas por vientos borrascosos.
Todo tiembla en redor, todo vacila.
Hasta la misma religión sagrada
es moribunda lámpara que oscila
sobre el sepulcro de la edad pasada.
Y cual turbia corriente alborotada,
libre del ancho cauce que la encierra,
la duda audaz, la asoladora duda
como una inundación cubre la tierra.
¡Es que el manto de Dios ya no la escuda!
No la defiende el varonil denuedo
de la fe inexpugnable y de las leyes,
y el dios de los incrédulos, el miedo,
rige a su voluntad pueblos y reyes.
Él los rumores bélicos propala,
él organiza innúmeras legiones
que buscan la ocasión, no la justicia.
Mas ¿qué podrán hacer? No se apuntala
con lanzas, bayonetas ni cañones,
el templo secular que se desquicia.
En medio de este caos, como un arcano
impenetrable, pavoroso, obscuro,
yérguese altivo el pensamiento humano
de su grandeza y majestad seguro.
Y semejante al árbol carcomido
por incansable y destructor gusano,
que cuando tiene el corazón roído,
desenvuelve su copa más lozano,
al través del social desasosiego
cruza la tierra en su corcel de fuego,
hasta los cielos atrevido sube,
pone en la luz su vencedora mano,
el rayo arranca a la irritada nube
y horada con su acento el Océano.
¡Mas, ay, del árbol que frondoso crece
sostenido no más por su corteza!
Tal vez la brisa que las flores mece
derribará en el polvo su grandeza.
¡Tal vez! ¿Lo sabes tú? ¿Quién el misterio
logra profundizar? Esta sombría
turbación, esta lóbrega tristeza
que invade sin cesar nuestro hemisferio,
¿es acaso el crepúsculo del día
que se extingue, o la aurora del que empieza?
¿Es ¡ay! renacimiento o agonía?
Lo ignoras como yo. ¡Nadie lo sabe!
Sólo sé que la dulce poesía
va enmudeciendo, y cuando calla el ave
es que su obscuridad la noche envía.
Oigo el desacordado clamoreo
que alza doquier la muchedumbre inquieta
sin freno, sin antorcha que la guíe;
ando entre ruinas, y espantado veo
cómo al sordo compás de la piqueta
la embrutecida indiferencia ríe.
También en Roma, torpe y descreída,
la copa llena de espumoso y rico
licor, gozábase desprevenida,
hasta que de improviso por la herida
que abrió en su cuello el hacha de Alarico
escapósele el vino con la vida.
Todo el cercano cataclismo advierte;
pero en esta ansiedad que nos devora
ninguno habrá que a descifrar acierte
la gran transformación que se elabora.
¿Y qué más da? Resurrección o muerte,
vespertino crepúsculo o aurora,
los que siguen llorando su camino
por medio de esta confusión horrenda,
con inseguro paso y rumbo incierto,
¿dónde levantarán su débil tienda
que no la arranque el raudo torbellino
ni la envuelva la arena del desierto?
En otro tiempo el ánimo doliente,
atormentado por la duda humana,
postrábase sumiso y penitente
en el regazo de la fe cristiana,
y allí bajo la bóveda sombría
del templo, el corazón desesperado
se humillaba en el polvo y renacía.
Cristo en la cruz del Gólgota clavado
extendía sus brazos, compasivo,
al dolor sublimado en la plegaria,
y para el pobre y triste fugitivo
del mundo, era la celda solitaria
puerto de salvación, sepulcro vivo,
anulación del cuerpo voluntaria.
¡Ay! En aquella paz santa y profunda
todo era austero, reposado, grave.
La elevación de la gigante nave,
la luz entrecortada y moribunda,
la sencilla oración de un pueblo inmenso
uniéndose a los cánticos del coro,
la armonía del órgano sonoro,
las blancas nubes de quemado incienso,
el frío y duro pavimento, fosa
común, perpetuamente renovada,
de la cual cada tumba, cada losa
es doble puerta que limita y cierra
por debajo el silencio de la nada,
por encima el tumulto de la tierra;
aquella majestad, aquel olvido
del siglo, aquel recuerdo de la muerte,
parecían decir con infinita
dulzura al corazón desfallecido,
al espíritu ciego, al alma inerte:
Ego sum via, et veritas et vita.
Aquí en su pequeñez el hombre es fuerte.
Mas ¿dónde iremos ya? Torpes y obscuros
planes hallaron en el claustro abrigo,
y Dios airado desató el castigo
y con el rayo derribó sus muros.
¿Dónde posar la fatigada frente?
¿Dónde volver los afligidos ojos,
cuando ha dejado el corazón creyente
prendidos en los ásperos abrojos
su fe piadosa y su interés mundano?
¿Dónde?
¡En ti, soledad! Yo te bendigo,
porque al náufrago, al triste, al pobre grano
de desligada arena das abrigo.
Gaspar Nuñez de Arce