A una menesterosa disciplina sujeto,
él no es nadie, él no luce, él no vive, él no medra.
Descalzo en dura arcilla, con el sayal escueto,
la cintura humillada por borlones de hiedra...
Abatido en sus muros de rigor y respeto,
ni el alud, ni la peste, sólo el Diablo le arredra;
y como un perro huraño, él muerde su secreto
debajo su capucha centenaria de piedra.
Entre sus claustros húmedos, se inmola día y noche
por ese mundo ingrato que le asesta un reproche...
Inmóvil ermitaño sin gesto y sin palabras,
en su cabeza anidan cuervos y golondrinas;
le arrancan el cabello de musgo algunas cabras
y misericordiosas le cubren las glicinas.
Julio Herrera y Reissig