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24 de abril de 2022

EGLOGA I



El dulce lamentar de dos pastores, 
Salicio juntamente y Nemoroso, 
he de contar, sus quejas imitando; 
cuyas ovejas al cantar sabroso
 estaban muy atentas, los amores,
 (de pacer olvidadas) escuchando. 


Tú, que ganaste obrando 
un nombre en todo el mundo 
y un grado sin segundo,
agora estés atento sólo y dado 
 el ínclito gobierno del estado 
Albano; agora vuelto a la otra parte, 
resplandeciente, armado, 
representando en tierra el fiero Marte;

 
 agora de cuidados enojosos 
y de negocios libre, por ventura 
andes a caza, el monte fatigando 
en ardiente jinete, que apresura
 el curso tras los ciervos temerosos, 
que en vano su morir van dilatando; 
 espera, que en tornando 
a ser restituido 
al ocio ya perdido, 
luego verás ejercitar mi pluma 
por la infinita innumerable suma 
 de tus virtudes y famosas obras,
 antes que me consuma,
faltando a ti, que a todo el mondo sobras. 


 En tanto que este tiempo que adivino 
viene a sacarme de la deuda un día, 
que se debe a tu fama y a tu gloria
 (que es deuda general, no sólo mía,
 mas de cualquier ingenio peregrino 
que celebra lo digno de memoria), 
el árbol de victoria, 
que ciñe estrechamente 
tu gloriosa frente, 
dé lugar a la hiedra que se planta 
debajo de tu sombra, y se levanta 
poco a poco, arrimada a tus loores; 
y en cuanto esto se canta, 
escucha tú el cantar de mis pastores. 


 Saliendo de las ondas encendido, 
rayaba de los montes al altura 
el sol, cuando Salicio, recostado 
al pie de un alta haya en la verdura, 
por donde un agua clara con sonido 
atravesaba el fresco y verde prado, 
él, con canto acordado 
al rumor que sonaba, 
del agua que pasaba, 
se quejaba tan dulce y blandamente 
como si no estuviera de allí ausente l
a que de su dolor culpa tenía;
 y así, como presente, 
razonando con ella, le decía: 


 Salicio:


 ¡Oh más dura que mármol a mis quejas, 
y al encendido fuego en que me quemo 
más helada que nieve, Galatea!, 
estoy muriendo, y aún la vida temo;
 témola con razón, pues tú me dejas,
 que no hay, sin ti, el vivir para qué sea. 
Vergüenza he que me vea 
ninguno en tal estado, 
de ti desamparado, 
y de mí mismo yo me corro agora.
 ¿De un alma te desdeñas ser señora, 
donde siempre moraste, no pudiendo 
de ella salir un hora? 
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo. 


El sol tiende los rayos de su lumbre 
por montes y por valles, despertando 
las aves y animales y la gente: 
cuál por el aire claro va volando,
 cuál por el verde valle o alta cumbre 
paciendo va segura y libremente, 
cuál con el sol presente 
va de nuevo al oficio, 
y al usado ejercicio
 do su natura o menester le inclina, 
siempre está en llanto esta ánima mezquina, 
cuando la sombra el mondo va cubriendo, 
o la luz se avecina. 
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo. 


 ¿Y tú, de esta mi vida ya olvidada, 
 sin mostrar un pequeño sentimiento 
de que por ti Salicio triste muera,
dejas llevar (¡desconocida!) al viento 
el amor y la fe que ser guardada 
eternamente sólo a mí debiera?
 ¡Oh Dios!, ¿por qué siquiera,
 (pues ves desde tu altura 
esta falsa perjura 
causar la muerte de un estrecho amigo)
 no recibe del cielo algún castigo? 
 Si en pago del amor yo estoy muriendo,
 ¿qué hará el enemigo?
 Salid sin duelo, lágrimas, corriendo. 


 Por ti el silencio de la selva umbrosa, 
por ti la esquividad y apartamiento 
del solitario monte me agradaba;
 por ti la verde hierba, el fresco viento, 
el blanco lirio y colorada rosa 
y dulce primavera deseaba. 
¡Ay, cuánto me engañaba! 
¡Ay, cuán diferente era 
y cuán de otra manera 
lo que en tu falso pecho se escondía! 
Bien claro con su voz me lo decía 
la siniestra corneja, repitiendo 
la desventura mía. 
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.


 ¡Cuántas veces, durmiendo en la floresta, 
(reputándolo yo por desvarío)
 vi mi mal entre sueños, desdichado!
 Soñaba que en el tiempo del estío 
llevaba, por pasar allí la sienta, 
a beber en el Tajo mi ganado; 
y después de llegado, 
sin saber de cuál arte, 
por desusada parte 
y por nuevo camino el agua se iba; 
ardiendo yo con la calor estiva, 
el curso enajenado iba siguiendo 
del agua fugitiva. 
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo. 


Tu dulce habla ¿en cúya oreja suena? 
Tus claros ojos ¿a quién los volviste? 
¿Por quién tan sin respeto me trocaste?
 Tu quebrantada fe ¿dó la pusiste? 
¿Cuál es el cuello que, como en cadena, 
de tus hermosos brazos anudaste? 
No hay corazón que baste, 
aunque fuese de piedra, 
viendo mi amada hiedra, 
de mí arrancada, en otro muro asida, 
y mi parra en otro olmo entretejida,
 que no se esté con llanto deshaciendo 
hasta acabar la vida. 
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo. 


 ¿Qué no se esperará de aquí adelante, 
por difícil que sea y por incierto?
 O ¿qué discordia no será juntada?,
 y juntamente ¿qué tendrá por cierto, 
o qué de hoy más no temerá el amante, 
 siendo a todo materia por ti dada?
 Cuando tú enajenada 
de mi cuidado fuiste, 
notable causa diste, 
y ejemplo a todos cuantos cubre el cielo,
 que el más seguro tema con recelo
 perder lo que estuviere poseyendo.
 Salid fuera sin duelo, 
salid sin duelo, lágrimas, corriendo. 


 Materia diste al mundo de esperanza 
de alcanzar lo imposible y no pensado, 
y de hacer juntar lo diferente, 
dando a quien diste el corazón malvado,
 quitándolo de mí con tal mudanza 
que siempre sonará de gente 
en gente. La cordera paciente 
con el lobo hambriento 
hará su ayuntamiento, 
y con las simples aves sin ruido 
harán las bravas sierpes ya su nido; 
 que mayor diferencia comprendo 
de ti al que has escogido.
 Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.


 Siempre de nueva leche en el verano 
y en el invierno abundo; en mi majada
 la manteca y el queso está sobrado; 
de mi cantar, pues, yo te vi agradada 
tanto que no pudiera el mantuano
 Títiro ser de ti más alabado. 
No soy, pues, bien mirado, 
tan disforme ni feo; 
que aún agora me veo 
en esta agua que corre clara y pura, 
y cierto no trocara mi figura 
con ese que de mí se está riendo;
 ¡trocara mi ventura! 
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo. 


 ¿Cómo te vine en tanto menosprecio? 
¿Cómo te fui tan presto aborrecible? 
¿Cómo te faltó en mí el conocimiento? 
 Si no tuvieras condición terrible, 
siempre fuera tenido de ti en precio,
 y no viera de ti este apartamiento.
 ¿No sabes que sin cuento 
buscan en el estío 
mis ovejas el frío
 de la sierra de Cuenca, y el gobierno
 del abrigado Extremo en el invierno?
 Mas ¡qué vale el tener, si derritiendo
 me estoy en llanto eterno! 
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo. 


 Con mi llorar las piedras enternecen
 su natural dureza y la quebrantan;
 los árboles parece que se inclinan:
 las aves que me escuchan, cuando cantan,
 con diferente voz se condolecen, 
y mi morir cantando me adivinan.
 Las fieras, que reclinan
 su cuerpo fatigado, 
dejan el sosegado 
sueño por escuchar mi llanto triste. 
Tú sola contra mí te endureciste,
 los ojos aún siquiera no volviendo
 a lo que tú hiciste. 
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.


 Mas ya que a socorrerme aquí no vienes, 
no dejes el lugar que tanto amaste,
 que bien podrás venir de mí segura; 
yo dejaré el lugar do me dejaste;
 ven, si por sólo esto te detienes; 
ves aquí un prado lleno de verdura,
 ves aquí una espesura, 
ves aquí una agua clara,
 en otro tiempo cara, 
a quien de ti con lágrimas me quejo. 
Quizá aquí hallarás (pues yo me alejo)
 al que todo mi bien quitarme puede;
 que pues el bien le dejo, 
no es mucho que el lugar también le quede. 


 Aquí dio fin a su cantar Salicio,
 y suspirando en el postrero acento, 
soltó de llanto una profunda vena.
Queriendo el monte al grave sentimiento 
de aquel dolor en algo ser propicio,
 con la pesada voz retumba y suena.
 La blanca Filomena,
 casi como dolida
 y a compasión movida,
 dulcemente responde al son lloroso. 
Lo que cantó tras esto Nemoroso
 decidlo vos Piérides, que tanto
 no puedo yo, ni oso,
 que siento enflaquecer mi débil canto. 


 Nemoroso: 


 Corrientes aguas, puras, cristalinas, 
árboles que os estáis mirando en ellas, 
verde prado, de fresca sombra lleno, 
aves que aquí sembráis vuestras querellas, 
hiedra que por los árboles caminas, 
torciendo el paso por su verde seno:
 yo me vi tan ajeno 
del grave mal que siento, 
que de puro contento 
con vuestra soledad me recreaba, 
donde con dulce sueño reposaba, 
o con el pensamiento discurría 
por donde no hallaba
 sino memorias llenas de alegría.


 Y en este mismo valle, donde agora 
me entristezco y me canso, en el reposo 
estuve ya contento y descansado.
 ¡Oh bien caduco, vano y presuroso! 
Acuérdome, durmiendo aquí alguna hora,
 que despertando, a Elisa vi a mi lado.
 ¡Oh miserable hado! 
¡Oh tela delicada,
 antes de tiempo dada 
a los agudos filos de la muerte! 
Más convenible fuera aquesta suerte
 a los cansados años de mi vida,
 que es más que el hierro fuerte,
 pues no la ha quebrantado tu partida.


 ¿Dó están agora aquellos claros ojos 
que llevaban tras sí, como colgada,
 mi ánima doquier que ellos se volvían?
 ¿Dó está la blanca mano delicada,
 llena de vencimientos y despojos
 que de mí mis sentidos le ofrecían?
 Los cabellos que veían
 con gran desprecio al oro,
 como a menor tesoro,
 ¿adónde están? ¿Adónde el blando pecho?
 ¿Dó la columna que el dorado techo
 con presunción graciosa sostenía?
 Aquesto todo agora ya se encierra,
 por desventura mía,
 en la fría, desierta y dura tierra.


 ¿Quién me dijera, Elisa, vida mía,
 cuando en aqueste valle al fresco viento 
andábamos cogiendo tiernas flores, 
que había de ver con largo apartamiento 
 venir el triste y solitario día
 que diese amargo fin a mis amores? 
El cielo en mis dolores 
cargó la mano tanto,
 que a sempiterno llanto
 y a triste soledad me ha condenado; 
y lo que siento más es verme atado
 a la pesada vida y enojosa, 
solo, desamparado,
 ciego, sin lumbre, en cárcel tenebrosa.


 Después que nos dejaste, nunca pace 
en hartura el ganado ya, ni acude
 el campo al labrador con mano llena.
 No hay bien que en mal no se convierta y mude:
 la mala hierba al trigo ahoga, y nace
 en lugar suyo la infeliz avena;
 la tierra, que de buena
 gana nos producía
 flores con que solía 
quitar en sólo verlas mil enojos,
 produce agora en cambio estos abrojos,
 ya de rigor de espinas intratable; 
yo hago con mis ojos 
crecer, llorando, el fruto miserable.


 Como al partir del sol la sombra crece, 
 y en cayendo su rayo se levanta
 la negra oscuridad que el mundo cubre,
 de do viene el temor que nos espanta
 y la medrosa forma en que se ofrece 
aquello que la noche nos encubre, 
hasta que el sol descubre su luz pura y hermosa: 
tal es la tenebrosa 
noche de tu partir, en que he quedado 
de sombra y de temor atormentado,
 hasta que muerte el tiempo determine 
que a ver el deseado
 sol de tu clara vista me encamine.

 Cual suele el ruiseñor con triste canto
 quejarse, entre las hojas escondido, 
 del duro labrador, que cautamente 
le despojó su caro y dulce nido
 de los tiernos hijuelos, entre tanto
 que del amado ramo estaba ausente,
 y aquel dolor que siente
 con diferencia tanta
 por la dulce garganta
 despide, y a su canto el aire suena,
 y la callada noche no refrena
 su lamentable oficio y sus querellas,
 trayendo de su pena 
al cielo por testigo y las estrellas; 


 desta manera suelto yo la rienda
 a mi dolor, y así me quejo en vano
 de la dureza de la muerte airada.
 Ella en mi corazón metió la mano,
 y de allí me llevó mi dulce prenda,
 que aquél era su nido y su morada.
 ¡Ay muerte arrebatada! 
Por ti me estoy quejando 
al cielo y enojando
 con importuno llanto al mundo todo: 
tan desigual dolor no sufre modo. 
No me podrán quitar el dolorido
 sentir, si ya del todo
 primero no me quitan el sentido.


 Una parte guardé de tus cabellos, 
Elisa, envueltos en un blanco paño,
 que nunca de mi seno se me apartan;
 descójolos, y de un dolor tamaño
 enternecerme siento, que sobre ellos 
nunca mis ojos de llorar se hartan. 
Sin que de allí se partan,
 con suspiros calientes,
 más que la llama ardientes, 
los enjugo del llanto, y de consuno 
casi los paso y cuento uno a uno;
 juntándolos, con un cordón los ato.
 Tras esto el importuno
 dolor me deja descansar un rato. 


 Mas luego a la memoria se me ofrece 
aquella noche tenebrosa, escura, 
que siempre aflige esta ánima mezquina
 con la memoria de mi desventura
 Verte presente agora me parece 
en aquel duro trance de Lucina,
 y aquella voz divina,
 con cuyo son y acentos
 a los airados vientos 
pudieras amansar, que agora es muda.
 Me parece que oigo que a la cruda,
 inexorable diosa demandabas 
en aquel paso ayuda;
 y tú, rústica diosa, ¿dónde estabas?


 ¿Ibate tanto en perseguir las fieras?
 ¿Ibate tanto en un pastor dormido?
 ¿Cosa pudo bastar a tal crudeza,
 que, conmovida a compasión, oído
 a los votos y lágrimas no dieras, 
por no ver hecha tierra tal belleza,
 o no ver la tristeza
 en que tu Nemoroso
 queda, que su reposo
 era seguir tu oficio, persiguiendo
 las fieras por los monte, y ofreciendo
 a tus sagradas aras los despojos?
 ¿Y tú, ingrata, riendo
 dejas morir mi bien ante los ojos?


 Divina Elisa, pues agora el cielo
 con inmortales pies pisas y mides, 
 y su mudanza ves, estando queda,
 ¿por qué de mí te olvidas y no pides 
que se apresure el tiempo en que este velo 
rompa del cuerpo, y verme libre pueda,
 y en la tercera rueda, 
 contigo mano a mano,
 busquemos otro llano, 
busquemootros montes y otros ríos,
 otros valles floridos y sombríos, 
do descansar y siempre pueda verte 
 ante los ojos míos, 
sin miedo y sobresalto de perderte?


 *** 


 Nunca pusieran fin al triste lloro
 los pastores, ni fueran acabadas
 las canciones que sólo el monte oía,
 si mirando las nubes coloradas, 
al tramontar del sol bordadas de oro,
 no vieran que era ya pasado el día, 
la sombra se veía
 venir corriendo apriesa 
ya por la falda espesa 
del altísimo monte, y recordando
 ambos como de sueño, y acabando 
el fugitivo sol, de luz escaso, 
su ganado llevando,
 se fueran recogiendo paso a paso.



Garcilaso de la Vega