A Vicente de Paul, nuestro Rey Cristo
con dulce lengua dice:
Hijo mío, tus labios
dignos son de imprimirse
en la herida que el ciego
en mi costado abrió. Tu amor sublime
tiene sublime premio: asciende y goza
del alto galardón que conseguiste.
El alma de Vicente llega al coro
de los alados Ángeles que al triste
mortal custodian: eran más brillantes
que los celestes astros. Cristo: Sigue,
dijo al amado espíritu del Santo.
Ve entonces la región en donde existen
los augustos Arcángeles, zodíaco
de diamantina nieve, indestructibles
ejércitos de luz y mensajeras
castas palomas o águilas insignes.
Luego la majestad esplendorosa
del coro de los Príncipes,
que las divinas órdenes realizan
y en el humano espíritu presiden;
el coro de las altas Potestades
que al torrente infernal levantan diques;
el coro de las místicas Virtudes,
las huellas de los mártires
y las intactas manos de las vírgenes;
el coro prestigioso
de las Dominaciones que dirigen
nuestras almas al bien, y el coro excelso
de los Tronos insignes,
que del Eterno el solio,
cariátides de luz indefinible,
sostienen por los siglos de los siglos;
y el coro de Quembes que compite
con la antorcha del sol.
Por fin, la gloria
de teológico fuego en que se erigen
las llamas vivas de inmortal esencia.
Cristo el Santo bendice
y así penetra el Serafín de Francia
al coro de los ígneos Serafines.
Ruben Dario