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12 de enero de 2020

YARAVIES



I

¡Fiero tormento!...
No hagas del rigor alarde
ni martirices ufano
mi triste pecho,
que tus crueldades
me tienen ya cual espectro
que de la tumba horrorosa
a la luz sale.

Siempre severo
en mi dolor te complaces,
y no ablandan mis suspiros
tu duro ceño;
pero, constante
a la fe que di a mi dueño,
serviré de admiración
a los amantes.

¡Piadoso cielo!
¿De mis lastimeros ayes
no perciben tus oídos
los tristes ecos?
¿Seré culpable,
porque amé de tu modelo
esas gracias peregrinas
tan admirables?

Ningún consuelo
suavizará tantos males:
¡moriré que, a dolor tanto,
no hallo remedio!
Venga el instante
que exhale el, ¡¡ay!!, postrimero
en los brazos de mi bien
idolatrable.

Así contento
bajaré al silencio grave
que ocultará, compasivo,
mis tristes huesos;
sin que me espante
el verme cadáver yerto,
pues el morir por amar
es muerte suave.


II

Era feliz en el tiempo
que, ignorando del amor
el poderío,
pensaba jamás rendirme,
ni dejarme seducir
de su atractivo.

Disfrutando de la infancia
los placeres, que volaron
ya fugitivos,
nunca pensé que a la dicha
sobreviniesen, tan pronto,
tantos martirios.

Pero lo contrario siento
desde aquel fatal instante
en que Cupido
disparó su aguda flecha
contra el infelice blanco
de mis sentidos.

Desde entonces la alegría
huyó de mi triste pecho
cruelmente herido;
y desde entonces no puedo
disfrutarla un solo instante,
pues la he perdido.

Lloraré, pues, mi desgracia;
lamentaré mi pesar,
pues no hay alivio,
mientras no se compadezca
aquella beldad tirana
por quien yo vivo.


III

Aunque en mares borrascosos
de dudas y sobresaltos
batalle el alma,
no dejaré de adorarte,
pues que tu imagen le vuelve
la dulce calma.

Y aun cuando los astros todos
empleen su cruel influjo
contra mi amor,
culto he de darte en mi pecho,
en mi memoria y sentidos,
con más fervor.

Nada mi intento amedrenta,
nada arredra mi albedrío,
sino mi suerte,
que ha de permitir severa
que, inhumana y rigurosa,
me des la muerte.

Pero si algo compasiva
correspondes a mi amor
tan fino y puro,
que he de amarte hasta la tumba,
y hasta vivir olvidado,
te lo aseguro.


IV

Pues que pronuncias mi muerte
sin inmutar el semblante,
beldad tirana,
moriré; mas yo te advierto
que mi muerte será origen
de tus desgracias.

En las aras del amor
yo ofreceré en sacrificio
mi vida amarga,
bajando al silencio horrible
donde yacen los despojos
de la cruel Parca.

Pero mi sombra funesta
rodeará tu duro pecho
como fantasma
que, entre sus trémulos brazos,
los delirios de la mente
feroz abraza.

Y a esa tu imaginación
perversa, indómita, fiera
e inhumana,
llenarán de horror y espanto
los melancólicos ayes
del que te amaba.

De este modo, a pasos lentos,
irás siguiendo los rastros
de mis pisadas;
y habitarás en la tumba
con aquél para quien fuiste
por siempre ingrata.


V

Del silencio imperturbable
la lobreguez pavorosa
y el negro manto,
rodearán en todo tiempo
la existencia de un viviente
desesperado.

Y ya que no hace impresión
en tu diamantino pecho
mi triste llanto,
compasivo me arrebate
donde desprecios no vea,
el sueño largo.

De la trémula campana
el melancólico toque,
fúnebre y tardo,
dará fin a los tormentos
de un existir tan penoso,
cruel y tirano;

pues mientras pueda vivir,
y mientras la luz del día
hiera mis párpados,
de los tiros insufribles
de la suerte más perversa
he de ser blanco.

Y sólo en la tumba fría,
cuando se extinga la hoguera
de amor en que ardo,
cesarán de atormentarme
los desdenes de una ingrata
a quien tanto amo.


VI

¡Qué mal has correspondido
a mi pasión amorosa,
bella homicida!
¡Y qué mal tienes pagado
mi cariño, mi ternura,
mi fe sencilla!

Después de tantas promesas,
después de tantos halagos
como me hacías;
me bridas, ora, la copa,
que antes de placeres era,
llena de acíbar.

Jamás, en aquel entonces,
presumí que cobijase
furiosa víbora
que, en pago de mis servicios,
en el pecho me infiriera
mortal herida.

Celos, desaires y enojos,
son los dones que tu mano,
cruel, me prodiga,
después de que, en otro tiempo,
tantas veces me juraste
ser siempre mía.

Pero el Dios a quien ofendes,
y cuyos fueros quebrantas
con injusticia,
me vengará, no lo dudes,
del despotismo y soberbia
de tu alma altiva.

Amarás a quien no te ame;
querrás a quien te aborrezca,
en algún día;
y entonces, ¡ay!, sufrirás
cuanto hoy me haces padecer
con ignominia.


VII

¡Hado fatal!...
¿Qué importa que yo me ausente,
y en soledades me esconda
con triste afán,
si las penas y martirios
mis pisadas presurosas
siguiendo van?

La enfermedad,
aunque el mísero doliente
mude mil veces de lecho,
con él se va;
y a todas partes le sigue
atormentándole siempre
con impiedad.

Con gran crueldad
la memoria me renueva
las heridas que en el pecho
frescas están,
y ni la ausencia ni el tiempo
sus hórridas cicatrices
las borrarán.

¡Ay!... ¡Que he de estar
padeciendo sin consuelo,
sin esperanza ni alivio,
tan fiero mal;
y sin que puedan mis ayes
la dureza de mi dueño
cruel, ablandar!


VIII

Oscuras sombras,
en las cavernas horribles
del fiero olviden, sepulten
las crueles horas
en que sentiste,
¡corazón mío!, las glorias
de un amor tan mal pagado,
tan infelice.

Pues, bien, recobra
la libertad que perdiste;
vuelve en tu acuerdo, y desecha
pasión tan loca;
que no es posible
que ames a quien te deshonra,
y a quien te trata de un modo
tan cruel y horrible.

Y nada importa
que en sus días más bonancibles
correspondiese, benigna,
tu fe amorosa;
y que, sensible,
días de placer y gloria
te haya dado en otro tiempo,
¡¡De nada sirve!!

Ingrata ahora,
tan solo por un -se dice,-
con la mayor injusticia,
sí, hoy te arroja;
hoy te despide
pronunciando, rigurosa,
con labio pérfido el fallo
de que la olvides.

Hoy te abandona
en un mar lleno de sirtes,
a merced de los rigores
de fiero Bóreas;
y si persistes
en tu amor, contra la roca
fracasará de su orgullo,
tu vida triste.

Hacia la costa
del desengaño apacible
proto, pues, de tu barquilla
vuelve la proa;
y cuando libre
del riesgo te halles, entona,
corazón, al escarmiento
himnos sublimes.


Miguel W. Garaycochea