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18 de marzo de 2019

ROMANCES






1


Ya con la salud de Celia,
viendo sus ojos divinos,
cielos los montes parecen,
y los valles paraísos.


Ya, al alba llena de flores,
perlas le daba el rocío,
la luna plata a la noche,
y el día al sol oro fino.


Ya como al sol la reciben,
cantando los pajarillos;
ya se le ríen las fuentes,
ya se le paran los ríos


ya se coronan las sierras
de romeros y tomillos,
mostrando en hojas, y en flores
esmeraldas y zafiros,


topacios y girasoles,
ya son turquesas los lirios,
las azucenas diamantes,
y los claveles jacintos.


Ya le daban los pastores
parabienes infinitos,
en tanto que la recibe
con esta canción Lucindo:


«Con salud, Zagala,
más bella que el sol,
bajéis a estos valles
a matar de amor.


Con salud bajéis
a matar de amores,
y a que broten flores
do los pies ponéis.


Mil años gocéis
vuestro hermoso Abril,
Celia, y otros mil,
dando luz al sol,
bajéis a estos valles
a matar de amor».




2


Venus, Palas y Diana,
tres diosas, a quien contempla
la naturaleza humana,
por crisol de su belleza,


conciertan de entretenerse
en una agradable siesta,
de las que el hermoso Mayo
dentro de su curso encierra.


Y como la hermosa Venus
al pastor Lucindo muestra
de amable con voluntad,
le manda al punto que venga


a un lugar donde le aguardan
todas tres, para que entienda,
que al pellico de sayal
estiman y reverencian.


Y que en todo su rebaño
no hay pastor que más merezca,
y, como a tal le permiten,
que les venga a dar ofrenda.


Tomó el cayado el pastor,
y para su bien se apresta,
llegó donde están las diosas,
y haciendo la reverencia,


a Palas rindió el cayado,
y a Diana los pies besa,
y a Venus entrega el alma,
por ser la que le alimenta.


Recíbenlo las tres diosas,
y, porque acaso no venga
de Venus la sacra madre,
le visten de su librea.


Tuvo la siesta el pastor
tan en gloria, que quisiera
ser aquel grande Alejandro
para dar la recompensa.




3



A las lenguas de los mares
de sus ojos, un garzón
así desató sus penas,
y así las escuché yo.


«Peñascos», dijo, «de España,
que resistiendo al mar hoy,
en vuestras eternas quejas
sois hijos de mi pasión:


ved la causa della y dellas».
Dijo, y del pecho sacó,
según crecieron los llantos,
nuevas penas, más dolor.


Acerquéme, y juzgué luego
que era idólatra el pastor,
pues adoraba a un retrato,
que era al parecer del Sol.


Lleguéme más por mirarle,
mas, de un divino calor
mi libertad temerosa,
le adoró, no le miró.


Juzgué su frente nevada,
que sin duda retrató
Naturaleza en su blanco
hielos de su condición.


Sólo parte de mi vista
más atrevida, juzgó
negros los crespos cabellos,
librea de su dolor.


Eran pobladas las cejas;
y así el zagal las llamó
pobladas como sus penas,
iguales cual su pasión.


Sus ojos no hay retratarlos;
pero sus efectos son
morir siempre en su hermosura,
vivir siempre en su rigor.


Y esto juzgué desde lejos,
y que lloraba el pastor
unos efectos de ausencia,
cuando así se oyó una voz:


«Zagal, de tu niña
no es descuido, no,
que se habrá dormido,
que es niño el Amor.


Aunque es niño y tierno,
es gran rey, y yo
sé que sus palabras
cumple con rigor.


Sufre en este invierno
de ausencia, amador.
Vencerás, no temas,
pues te ayuda un dios.


De él, ni tu zagala,
no es descuido, no,
que se habrá dormido,
que es niño el Amor.


Zagal, de tu niña
no es descuido, no,
que se habrá dormido,
que es niño el Amor.




4



No me acabes pensamiento,
o ya que quieres que muera,
dame muerte menos fuerte,
que la que me das de ausencia.


Amor arquero, dios pobre,
rey, que sobre el alma reinas
ya estoy rendido y sujeto,
no gastes en mí tus flechas.


Carcelero pensamiento,
pues guardo tu prisión fiera,
del calabozo me saca,
en que me tienes de ausencia.


Y tú, esperanza, que vives,
conmigo, y con la firmeza,
no te vayas y me dejes
con dolor, tormento y pena.


Acuérdate, amor, que soy
de Amarilis, y no quieras,
que muera ausente a sus ojos,
pues quieres, por ella muera.


Sáquenme de la prisión,
y castíguenme a su puerta,
que es bien do se hace el delito,
que se ejecute la pena.




5



Ojos negros de mis ojos,
traidores, bellos y graves
ídolos del alma mía,
flechas de mi amor gigante,


nuevo templo de mi amor,
adonde mil votos hace
el alma, de más quererte,
sin que ninguno quebrante.


Yo aquel, señora del alma,
a quien tu color le hace
un Miércoles de Ceniza,
siendo en las desdichas Martes.


Yo el garzón más bien nacido,
de todos los destas partes,
que siempre estoy con nacidos,
por tener tantas comadres.


Yo, en fin, aquel boquirrubio,
que sólo sabe adorarte;
el que tus mentiras cree,
quiere, si escuchas, cantarte:


«Eres el amparo mío,
que cuando más soledades
me acompañan, tus memorias
danme vida, aunque me acaben.


Tú, sola, eres de mis ojos
la antepuerta, que me hace,
que sólo tus gustos vea,
y olvide todos mis males.


Son tus ojuelos, tu rostro,
cabellos, donaire y talle,
no más de hechura tuya,
que no hay a qué compararse».


Esto acabó de cantar
a su donosa, una tarde,
un amante deste tiempo,
que burlas y veras sabe.


Luis Carrillo de Sotomayor