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17 de mayo de 2009

LA VIOLACION DE LUCRECIA-CUARTA PARTE-FINAL



Había mucho campo para la fantasía,
concepción ilusoria tan completa y tan grata,
que para ver a Aquiles, bastaba ver su lanza,
en una mano asida. Al fondo, él, Aquiles,
se conserva invisible, salvo para los ojos
de la mente: Un pie, un rostro, una pierna,
una cabeza basta para el que quiere ver.
En los muros de Troya, fuertemente sitiada,
el arrojado Néstor se dirige hacia el campo.
Se ven madres troyanas compartiendo la dicha,
de ver como sus hijos blanden armas brillantes
y agregan a su fe una extraña aptitud.
Que a través de su gozo, parecen los objetos,
más que manchas brillantes, el miedo al opresor.
Desde la gran Dardania, donde está la batalla,
a las rojas riberas del Simois va la sangre,
cual olas hacia el mar, imitando la lucha,
mediante ondulaciones, sus filas comenzaban
a llegar a la orilla carcomida y entonces
de nuevo se retiran buscando más refuerzos
y volver a volcarse con su espuma en el Simois.
A esta buena pintura, llega la infiel Lucrecia,
para buscar un rostro que al suyo se compare.
Ve entre todos algunos que imitan a sus penas,
mas ninguno que albergue su gran desolación.
Y cuando estaba a punto de dejarlo, ve a Hecuba,
mirando con sus ojos las heridas de Príamo,
sangrante bajo el pie del orgulloso Pirro.
En ella ha desecado el pintor tanta ruina,
la belleza perdida y el don de la zozobra.
Sus pálidas mejillas de surcos se revisten;
de todo lo que era no queda parecido,
en sus venas la sangre que era azul hoy es negra.
Secan sus primaveras los resecos canales
y se muestra la vida presa en su cuerpo muerto.
Pone sobre esta sombra, Lucrecia su mirada
y su dolor adapta al de la vieja reina,
que nada le responde. Sólo quiere llorar
y con voces amargas maldice a sus rivales.
El pintor no era un Dios, para otorgarle el habla
y Lucrecia le jura que ha sido traicionada,
dándole un gran dolor y negándole el habla.
«Pobre instrumento» dice Lucrecia «que no suena.
Tu dolor templaré con mi quejosa lengua
y regaré con bálsamo las heridas de Príamo
e insultaré al vil Pirro que tanto mal te ha hecho.
Sofocará mi llanto, el fuego en que arde Troya
y con mi fiel cuchillo arrancaré los ojos
de los airados griegos, que son tus enemigos.
Muéstrame la ramera que originó esta guerra,
para que con mis uñas desgarre su belleza.
Tu ardor, ocasionó, imprudente Paris
la ira que nos muestra esta incendiada Troya.
Tus ojos provocaron el fuego arrasador
y en la ciudad de Troya, por culpa de tus ojos,
los padres y las madres y los hijos se mueren.
¿Por qué el placer de uno, se torna casi siempre,
en un mal general y desgracia de tantos?
Que el pecado de uno recaiga solamente
sobre la testa infame del malvado infractor
y las almas sin culpa se libren del culpable.
Por el crimen de uno ¿por qué han de pagar tantos
y han de sufrir las penas que el mal de uno causó?
Aquí, Hécuba llora, aquí, se muere Príamo,
aquí, se esfuma Héctor, aquí, desmaya Troilo,
aquí, yacen amigos, bañados con su sangre
y un amigo a otro inflige insensatas heridas
y un hombre lujurioso estas vidas destruye.
Si hubiese ahogado Príamo el deseo del hijo,
Troya hubiese brillado con fama y no con fuego.»
Aquí, llora Lucrecia, las desdichas de Troya,
porque su gran dolor cual pesada campana,
una vez que ya suena su corazón la impulsa
y esta pequeña fuerza es el tañido fúnebre.
Así, Lucrecia hinchada, tristes cuentos narraba
y a las melancolías y a las penas pintadas,
le presta sus palabras a cambio de indulgencia.
Con sus ojos recorre la pintura completa
y se consume al ver algún desamparado.
Por fin ve una infeliz y encadenada imagen,
que unos pastores frigios miran con compasión.
Su rostro aunque turbado, revela su alegría.
Va hacia Troya la imagen con los rudos pastores,
tan dócil que parece despreciar sus dolores.
En él, busca el pintor, esconder con su arte,
lo simulado y darle un aspecto inocente,
de modesta mirada y resignados ojos.
Parece dar su frente, bienvenida al dolor,
de tal modo se rosa la inocencia en su cara
que el ruboroso ojo no adivina la culpa,
ni el pálido temor que albergan los traidores.
Por el contrario, como Satán bien acabado,
presumía su aspecto de tanta honestidad
y tan bien ocultaba su secreta maldad,
que ni los mismos celos hubiesen recelado
que el ingenio escondido y el perjurio, pudieran,
cubrir tan bello día con al oscura tormenta
o manchar de pecado el celestial paisaje.
El hábil artesano, trazó al dulce imagen
de Sinón el perjuro, cuyo dulce relato,
perdería más tarde al bonachón de Príamo.
Palabras como fuego que quemaron la gloria
de la Ilión, con lo cual, el cielo se afligió.
Las estrellas saldrían de sus puestos inmóviles,
al romperse el espejo que reflejó sus caras.
Contempló con cuidado, Lucrecia, el bello cuadro
y culpó al buen pintor por su sabiduría,
por que algo en la imagen de Sinón no era cierto,
ya que tanta hermosura, tanta maldad pensara
y volvió a contemplarlo y al contemplarlo más,
vio en el blanco semblante tal signo de honradez,
que está, ya convencida, que la pintura miente.
«No puede ser» exclama «que tanta falsedad»-
Deber, hubiera dicho: «Aceche en tal mirada.»
Mas le viene a la mente la imagen de Tarquino
y en su mente el «aceche» se precede de un «no»
luego no puede ser. Entonces deja todo
y cambia a sí la frase: «No puede ser, parece
que en su rostro se alberga un espíritu malo.
Pues tan bien como aquí se ha pintado a Sinón,
tan digno en su dolor, sumiso y abrumado,
como desfalleciente de pesar y trabajo.
A mí, llegó Tarquino, tratando de engañarme
con su honrada fachada, pero ya carcomido
por el vicio. Tal Príamo apreciaba a Sinón,
aprecié yo a Tarquino y sucumbió mi Troya.
¡Mirad, que atento, Príamo, escucha mientras llora,
al ver las falsas lágrimas que derrama Sinón!
¿Cómo siendo tan viejo no eres aun más sensato?
Al verter cada lágrima, vierte un troyano sangre.
Que sus ojos no vierten, lágrimas, sino fuego.
Estas perlas tan claras que tu piedad despiertan,
globos son que no apagan de tu ciudad el fuego.
Tales demonios roban del infiero artilugios
sin luces y en su fuego, Sinón, tiembla de frío
y en ese helado fuego al falso hirviendo alberga.
Y esta contradicción solamente aparece,
por seducir al necio y hacerle más osado.
El llanto de Sinón, atrae la fe de Príamo
y aquel con agua quema la Troya del incauto.»
Aquí se ve asaltada por tal ira y pasión,
que la paciencia deja derrotada su pecho.
Desgarra con sus uñas al impío Sinón,
habida cuenta que, él, es el malvado huésped
y cuya acción la hizo detestarse a sí misma.
Mas tarde, sonriendo, depone su aptitud:
«Necia» dice «la herida no puede hacerle daño.»
Así mengua y se crece su río de pesares
y el tiempo gasta al tiempo con sus llantos y quejas.
Ora busca la noche ora la luz del día,
mas juzga que las dos se atrasan en su ánimo.
Un segundo es un siglo cuando hay un gran dolor.
Aunque pesa el dolor, rara vez coge el sueño
y quien vela contempla que lento pasa el tiempo.
Durante todo el rato distraía su mente
mirando y remirando las pintadas imágenes.
Olvidaba el sentido de su propio dolor
imaginado enormes las desgracias ajenas,
distraía sus penas con la terrible escena.
Hay seres que se alivian aunque nunca se curan,
cuando piensan que otros también pasan sus penas.
Vuelve en ese momento el raudo mensajero.
A su señor y a otros, por delante acompaña.
Ve el esposo a Lucrecia largamente enlutada
y en torno de sus ojos por el llanto arruinados,
unos aros azules igual al arco iris.
Estos ríos de hiel en el oscuro cauce,
serán nuevas tormentas sobre las ya pasadas.
Cuando esto ve el esposo, con cara preocupada
intrigado la mira. Los ojos aunque hundidos
en lágrimas, miraban, duros y enrojecidos.
Su viveza está muerta por las preocupaciones
y él no tiene valor para indagar la causa.
Enfrentados de pie, como viejos amigos,
lejos de sus hogares, preguntan por su suerte.
Por fin, toma su mano, pálida y desmayada
y comienza a decir: «¿Qué depravado evento
sobre ti, ha recaído, que estás tan temblorosa?
Dulce amor, ¿qué dolor empaña tu hermosura?
¿Por qué has sido llevada sin querer a estos males?
Desvela pues amada tu triste pesadumbre
y cuenta tu amargura para darle remedio.»
Tres veces, con suspiros, intenta hablar su pena,
antes de conseguir una sola palabra.
Ungida ella contesta a la voz de su esposo
y humilde se prepara a darle a conocer
que su honor está reo de su cruel enemigo,
en tanto Colatino, con los demás señores,
con atención anhelan escuchar el relato.
Y aquel pálido cisne en su acuoso nido,
comienza el canto fúnebre de inequívoco fin:
«Pocas palabras» dice «le van mejor al crimen,
que hallar alguna excusa que pueda repararlo.
En mí, hay más dolores que palabras me pesan
y mis quejas irían sin norte en la distancia,
si todas las narrara con mi cansada lengua.
Sea, pues, esto todo, lo que deba decirse:
Mi fiel querido esposo, en la paz de tu lecho,
se introduzco un extraño y en tu almohada yació,
mientras tú, no podías, reposar en su albura.
El resto de la infamia que imaginarte puedes,
le fue impuesto a la fuerza a mi fragilidad.
Desde entonces, Lucrecia, tu esposa, ya no es libre.
En el silencio horrible, en mitad de la noche,
entró en mi habitación armado de su espada
-parecía un demonio quemándose en sus llamas-
y quedamente dijo: "Despierta ya, romana,
y sírvele a mi amor o tendrás mi venganza,
en la infamia que a todos infligiré esta noche,
si te opones al acto de mi ardiente pasión."
"A tu mejor sirviente, al favorito" dijo
"sino pliegas tu orgullo a mi fuerte deseo
mataré en este instante y tú tendrás su suerte
y juraré que estabais desnudos cometiendo
el acto de lujuria y en justicia maté
a los fornicadores. Esta acción me dará
un inmenso renombre y a ti tu deshonor."
Sobresaltada puse mi grito por los cielos
y él en mi corazón la punta de su espada,
jurándome, que a menos, fuera en todo paciente
al alba no estaría para decir palabra.
Así con mi deshora quedaría marcada.
Jamás se olvidará ¡oh! poderosa Roma,
a la infiel de Lucrecia, muerta junto a su esclavo.
Mi rival era fuerte y yo frágil y débil,
más débil por efectos de mi fuerte terror.
Aquel sangriento juez hizo callar mi lengua,
no queriendo escuchar súplicas de justicia,
y llegó en su locura ciegamente a jurar
que mi pobre belleza, fue el ladrón de sus ojos,
y cuando al juez se roba, el prisionero paga.
¡Enseñadme a tramar la red de mi disculpa!
O, al menos encontrar un humilde refugio,
donde piense en mi sangre, por el vil mancillada,
aunque mi alma esté pura e inmaculada.
Que al no plegarse el alma, él no pudo llevarla
a pecadores goces y sigue estando pura,
en su encierro infernal pero viva y latiendo.»
¡Mirad al comerciante que ha vendido su honra!
Con la cabeza gacha y con la voz ahogada,
con la mirada triste y los brazos en cruz.
De sus pálidos labios empiezan a brotar,
el dolor que moroso retarda su respuesta.
Mas el náufrago lucha sabiéndose perdido,
cuando exhala su aliento el aire que expulsó.
Tal como la riada, ruge al ojo del Puente
y escapa a la mirada que observa su corriente,
pero en el remolino se encrespa con orgullo
y brama contra el cauce que la obliga a correr,
impulsada hacia arriba, adelante y atrás.
El pesar del esposo se transforma en la sierra
que adelante y atrás empuja su rencor.
Muda de tanta pena, ve en su mísero esposo
el dolor y el tardío frenesí despertado.
«¡Oh, señor, tu tormento a mi tormento presta
vigor! Ningún diluvio se amaina con la lluvia
y mi dolor me mata si te veo sufrir,
por que el tuyo es más fuerte y debiera bastar
para ahogar el dolor, un par de ojos llorosos.
Por aquello que tanto consiguió enamorarte,
por la que fue tu esposa, Lucrecia: ¡Oh, escúchame!
Rápidamente busca vengarte en mi enemigo,
en el tuyo y el suyo y piensa que defiendes,
una causa pasada. Que tu ayuda me llega,
cuando ya no me sirve, aunque muera el traidor.
La justicia remisa, nutre la iniquidad.
Mas antes de deciros su nombre», dice ella,
dirigiéndose a aquellos que están con Colatino,
«juraréis ante mí la honorable promesa
de conseguir vengar el deshonor causado.
Suprimir la injusticia con armas vengadoras,
pues meritorio y bello designio es del que jure,
el reparar la ofensa hecha a una pobre dama.»
Ante esta petición con noble y doble ánimo,
cada señor presente prestó su juramento,
impuesto por las leyes de la caballería,
anhelando saber el nombre del infame.
Mas ella que no ha dicho toda su triste historia,
la protesta detiene. «¡Decidme!» exclama ella,
«¿cuánta mancha será lavada de mi ofensa?
¿De qué especie es mi falta y cuál es mi delito
si forzada me vi por la cruel circunstancia?
¿Se absolverá mi alma pura, de tanta mancha?
¿puede mi honor manchado con algo enaltecerse?
¿Hay cláusulas legales que disculpen mi falta?
La fuente envenenada por sí mismo se aclara
¿por qué no puede ella lavar su propia mancha?»
A la vez comenzaron todos a replicar,
que las manchas del cuerpo las borra un alma pura.
Lucrecia se sonríe, tristemente y desvía
su rostro que es la estampa del más vivo dolor
y del duro infortunio grabado con sus lágrimas.
«No, no» dice «no habrá, dama que en el futuro,
use de mis disculpas para su absolución.»
Suspira, cual si fuera a perder hasta el alma
y nombra al vil Tarquino. «¡El, él!» grita y solloza.
Pero su pobre legua no dice más que «él»,
hasta que con tropiezos y muchas dilaciones,
recordando suspiros y esfuerzos dolorosos
exclama: «¡El, él, nobles señores, él ha sido,
quien induce mi mano a afligirme esta herida.»
Después de hablar envaina, en su pecho inocente,
un puñal que a su vez desvainó a su alma.
Libera el tajo a esta de la honda zozobra,
reinante en la asquerosa prisión en que vivía.
Sus contritos suspiros a las nubes elevan
a su espíritu alado, que escapa por la herida
en el último instante de un sino concluido.
Ante el terrible acto quedan petrificados
el pobre Colatino y el séquito presente.
El padre de Lucrecia al ver que se desangra
se arroja sobre el cuerpo de la pobre suicida.
De la fuente escarlata, saca Bruto temblando,
el cuchillo mortal que al dejar las heridas,
perseguirá la sangre con su inútil justicia.
Al salir de su pecho la sangre a borbotones,
se divide en dos lentas corrientes carmesí,
que encierran a su cuerpo en un círculo igual
a una isla asaltada, que se extiende desnuda
y despoblada en medio de horrenda inundación.
Su sangre pura y roja aun permanecía,
mas la que mancillara, Tarquino, se hace negra.
Ahora, sobre la fúnebre, azul y helada cara,
en la sangre más negra hay un halo acuoso,
que parece llorar sobre el manchado espacio.
Desde entonces llorando las penas de Lucrecia,
la sangre putrefacta muestra signos de agua,
mientras la sangre limpia aun permanece roja,
como ruborizándose de la que está podrida.
«Hija mía querida» dice el pobre Lucrecio,
«la vida que has matado, también era mi vida.
Si en la imagen de un hijo está la de su padre,
¿qué será de mi vida si no vive Lucrecia?
No emanaste de mí para un final tan triste.
Si los hijos se mueren antes que el viejo padre
¿quiénes son los retoños y quiénes los maduros?
Pobre espejo quebrado, cuántas veces has visto
en tu dulce semblante mi renacida edad
y pasar de ser joven a empañado por viejo,
en descarnada muerte que el tiempo ha desgastado.
¡De tus dulces mejillas arrancaron mi imagen,
rompiendo la belleza que había en el cristal,
para que nunca vea aquello que yo fui!
¡Tiempo detén tu cauce y acaba tu existencia
puesto que ya no están los que me sobrevivan!
¿Por qué gana la muerte al más fuerte en su lucha
dejándole vivir al vacilante y débil?
La abeja vieja muere en función de las jóvenes.
¡Vive, dulce Lucrecia, vive de nuevo y mira
como muere tu padre antes de ver que mueres!»
Entonces, Colatino, despierta de su sueño
y le pide a Lucrecio su lugar de dolor,
sobre la sangre fría del cuerpo de Lucrecia
y al caer desmayado por el terror vencido,
también parece muerto, tendido junto a ella,
hasta que su energía le ordena levantarse
y vivir solamente para vengar su muerte.
Tan honda turbación ha calado en su alma
y a impuesto un mudo freno al dolor de su lengua,
la cual enloquecida, regida por la rabia,
ha impedido al esposo desahogarse en palabras.
Trata de decir algo, mas los labios no emiten
palabras. Tal pesar ayuda al corazón,
mas nadie entendería el silente diálogo.
Sólo pronuncia claro el nombre de Tarquino,
solamente entre dientes, como si lo mordiera.
Esta gran tempestad hasta acabar en lluvia,
retiene su pesar sólo para aumentarlo,
al fin llueve y se calma el viento laborioso.
Luego el hijo y el padre lloran la misma pena,
a cual más por la hija, a cual más por la esposa.
Uno la llama suya. Suya la llama el otro
aunque ninguno puede poseer lo que pide.
El padre dice: «Es mía.» «Oh, mía solamente»,
le replica el esposo. «Por Dios no me arrebates
ser dueño de esta pena. Que no haya ni un doliente,
que llore por mi esposa, pues mía sólo era
y sólo Colatino llorará por su esposa.»
«¡Oh, Dios!» dice Lucrecio, «yo le engendré la vida
que demasiado pronto y tarde derramó!»
«Dolor» dice el esposo «era mi dulce esposa,
tan mía, que la vida, que se quitó era mía.»
«Mi hija» más «mi esposa» en un clamor llenaban
el aire, que ahora dueño, de la infeliz Lucrecia,
contestaba con ecos: «Mi hija» más «mi esposa».
Bruto que del costado, de ella arrancó el cuchillo,
al verles tan rivales de los mismos dolores,
comenzó a revestir su espíritu de orgullo
sepultando en la herida su aparente dislate.
El era entre su pueblo, un romano estimado,
como el bufón deforme, suele serlo del rey,
que sólo aprecia chistes y tontas ocurrencias.
Pero ahora deja a un lado su hábito intrascendente,
donde encuentra cobijo su gran sabiduría,
usando su talento, largo tiempo escondido,
para calmar el llanto del pobre Colatino.
«Tú, ultrajado romano. ¡Levántate, señor!
Permite que este frívolo que tonto se supone
llevar al tribunal su experiencia y talento.
Dime buen Colatino: ¿Cura el dolor, dolor?
¿Heridas y aflicciones se ayudan mutuamente?
¿Venganza es lapidarse por el infame acto,
causante de que ella, tu esposa, se desangre?
Infantil aptitud es voluntad de débiles.
Tu desgraciada esposa las cosas confundió
al matarse a sí misma y no al vil enemigo.
¡Oh, valiente romano! No ahogues tu corazón
en el suave rocío de inútiles lamentos.
Inclínate conmigo y haz tu parte del ruego,
de invocar que despierten, nuestros dioses romanos,
de tal modo que vean el repugnante acto.
Puesto que nuestra Roma, con ello se deshonra,
limpiemos nuestras calles, con nuestros fuertes brazos.
¡Y por el Capitolio que todos adoramos,
por esta casta sangre vertida inútilmente,
por este bello sol, reserva de cosechas,
por todos los derechos que Roma nos procura,
por la fe de Lucrecia que hace poco lloraba
su desdicha; por este, cuchillo ensangrentado,
vengaremos la muerte de tu querida esposa!»
Dicho esto, su mano, le golpeó en el pecho,
besó el fatal cuchillo, para ofrendar su voto,
y a su proclama urge se unan los demás,
que admirados, aprueban, sus sentidas palabras.
Luego todos postrando las rodillas en tierra
y el hondo juramento que Bruto profirió,
de nuevo lo pronuncian y todos con él juran.
Cuando todos juraron el compartido fallo,
sacaron del lugar a la bella Lucrecia,
para mostrar su cuerpo sangrante a toda Roma
y proclamar así la afrenta de Tarquino,
lo cual, una vez hecho con rauda diligencia,
hizo que los romanos castiguen entre aplausos,
al infame Tarquino, al exilio perpetuo.


William Shakespeare

FIN