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23 de noviembre de 2008

LA VIOLACION DE LUCRECIA-TERCERA PARTE




Después, salta del lecho donde estaba tendida
y busca una herramienta que pueda darle muerte,
mas la casa no alberga agentes criminales
que abran un largo paso a su respiración,
que se esfuma en su boca ya allí se desvanece,
como el humo del Etna se consume en el aire
o como el que se escapa de un cañón preparado.

«En vano» exclama ella «vivo y en vano busco
algún medio feliz que acabe con mis penas,
temía que el cuchillo de Tarquín me hiriera,
sin embargo, no temo buscar algo que mate.
Cuando tenía miedo era una fiel esposa,
lo que ahora no soy ni ya podré ser nunca.
Tarquino me ha robado la dicha de mi estado.

¡Ahora está perdida mi razón de vivir,
por lo tanto no tengo, ningún miedo a morir!
¡Y si limpia la muerte, la mancha, doy al menos,
galón de más honor a la honra de mi ropa!
Una vida muriente y una viviente infamia,
irremediable ayuda: Después de hurtado el oro
quema el cofre inocente que guarda sus valores.

Bien, mi buen Colatino, nunca conocerás
el sabor corrompido de mi violada honra,
no dañaré tu amor de esta forma injuriosa,
no podría dañarte con falsos juramentos;
el injerto bastardo, no llegará a ser flor,
quien pudrió tu raíz nunca dirá ostentoso
que eres el tierno padre de su malvado fruto.

Ni de ti a de mofarse en su secreta mente,
ni hará alarde de ello entre sus camaradas,
porque debes saber que nunca me he vendido,
sino que fui forzada fuera de tu aposento.
En cuanto a mí, soy dueña, de mi propio destino
y mi pecado nunca me será perdonado,
pagando con mi vida el precio de la ofensa.

No te envenenaré con mi asquerosa infamia,
ni cubriré mi falta con excusas banales,
ni pintaré de negro mi alfombra de pecado,
para ocultar el hecho de esta pérfida noche.
Y aunque yo diga todo, mis ojos son esclusas,
bajando como fuentes del monte hacia los valles,
querrán con sus corrientes purificar mi historia.»

Con esto Filomena, concluye su lamento,
el gorjeo armonioso de su dolor nocturno,
mientras baja la noche con paso lento y triste,
hacia el infierno, cuando: La sonrosada aurora,
a los ojos más bellos que han de tomarla a préstamo,
da luz, mientras Lucrecia, se avergüenza al mirarse,
y quisiera seguir enclaustrada en la noche.

Revela, espía, el día, por cualquier hendidura,
como indicando el sitio donde sentada llora.
En medio de su llanto, exclama: «Ojo de ojos,
que espías mi ventana. Cesa en tu espionaje,
molesta con tus rayos a los que están dormidos,
mas no marques mi frente con tu luz penetrante,
que el día no es culpable de las faltas nocturnas.»

Así, en loca disputa con todo lo que mira:
El dolor como un niño es chinche y caprichoso
y cuando quiere algo con nada se conforma,
los crónicos dolores, no los que son recientes,
el tiempo los mitiga, mas lo recientes, bravos,
cual nadador novel, que siempre se zambulle,
se ahoga por su exceso y falta de costumbre.

De este modo, Lucrecia, sumergida en su mar,
emprende una disputa con todo lo que observa
y todo mal, compara, con su propio dolor,
sin que nada remedie la fuerza de su ira.
Si uno desaparece el nuevo le remplaza:
A veces su dolor no encuentra las palabras
y otras veces airado da un mitin excesivo.

Los pájaros que entonan su gozo matinal,
exasperan su llanto con su dulce cantar,
pues hiere el regocijo al alma atormentada.
Los espíritus tristes, mueren con la alegría
y el dolor sólo quiere dolor de compañía,
que el pesar verdadero halla un buen alimento,
cuando al fin simpatiza con un dolor gemelo.

«Es doble muerte ahogarse, cuando se ve la playa.
Mil veces más ayuno mirando el alimento.
Ver el remedio hace la herida más doliente.
Sufre más una pena, si el alivio la mira.
Loa dolores profundos son pausada corriente,
mas si encuentran obstáculos desbordan sus riberas.
La desgracia exaltada no tiene ley ni límite.

¡Oh, pájaros burlones! ¡Sepultad vuestros trinos,
en la gruta latiente del emplumado pecho
y para mis oídos ser sordos y ser mudos,
mi angustia intermitente, no desea intervalos,
una anfitriona triste no soporta sus fiestas;
deleitad con los trinos los oídos que gozan,
que la melancolía es acorde del llanto.

Ven, Filomena, tú, que cantas violación,
construye tu enramada en mi revuelto pelo,
como la tierra húmeda solloza ante su agobio,
así, en el triste acorde, yo, verteré una lágrima.
Sostendré el diapasón con mis hondos gemidos
y diré en mi cantar el nombre de Tarquino,
mientras que tú, maestra, dirás el de Tereo.

Contra una aguda espina, tú cantarás tu parte,
por mantener más vivos tus inmensos dolores.
Trataré de imitarte. Contra mi corazón,
yo me pondré un puñal, para asustar mis ojos,
así, si pestañean, caerán y morirán.
Estos medios cual trastes, afinaran las cuerdas
de nuestros corazones, para el dolor real.

Y tú, pájaro pobre, que no trinas de día,
temeroso de que otros te oigan y contemplen,
buscaremos un sitios aislado del camino,
que no conoce el hielo ni el ardiente calor,
y allí le enseñaremos a las bestias feroces,
las tonadas que cambien su fiel naturaleza.
Si el hombre es una bestia, que ellas lleven su alma.»

Como el pobre venado que asustado contempla,
con su instinto, el camino, por donde debe huir,
o como quien se pierde en medio de la selva
y no pueden sus medios encontrar la salida,
así, Lucrecia, tiene, con ella este debate.
dudando si es mejor la vida que la muerte
cuando es tan vil la vida y la muerte deshonra.

«¿Matarme?» dice ella, «mas esto no sería,
sino contaminar con mi cuerpo mi alma?
Quien pierde algo, soporta, con paciencia su pérdida,
mientras quien pierde todo la confusión le traga.
Actúa cruel la madre que teniendo dos niños,
si la muerte le quita a uno de los dos,
quiere matar al otro por no criar ninguno.

¿Cuál era más querido de mi cuerpo o mi alma,
cuando el uno era puro y el otro era divino?
¿El amor de cual de ellos yo sentía más cerca
si ambos los guardaba para el cielo y mi esposo?
Cuando al pino se arranca su arrugada corteza
sus hojas se marchitan y se pierde su savia.
Lo mismo está mi alma por robar su corteza.

Saqueada su casa, su inquietud alterada,
su mansión abatida por el reptil rival,
su templo profanado, manchado y saqueado,
desvergonzadamente cubierto por la infamia:
que no se diga nunca que es impío, si hago
en esta fortaleza un agujero nuevo,
por donde pueda salir mi atormentada alma.

Mas antes de morir, hablaré con mi esposo,
para darle razones de mi imprevista muerte,
y que en mi triste hora, al oírme me jure,
venganza en el villano que detuvo mi aliento.
Legaré al vil Tarquino mi sangre corrompida
que al ver a su verdugo, le arrancará las venas
y con ella el legado escribiré cual deuda.

Mi honor lo legaré al piadoso puñal,
que hiera el deshonrado cuerpo que me atormenta
que es honroso acabar con mi propia deshonra.
Morirá la deshonra y el honor vivirá,
así, de las cenizas de mi propia vergüenza,
se engendrará mi fama, matando al menosprecio
y muerta mi venganza, renacerá mi honor.

¡Oh querido señor! De la joya perdida,
de la valiosa joya ¿qué puedo a ti legarte?
Mi conclusión, amor, será tu ostentación
por cuyo ejemplo debes, ejecutar venganza.
Aprende en mí del trato que has de dar a Tarquino.
Yo, tu amiga, al matarme, mato en mí a tu enemiga
y tú debes tratar igual al vil Tarquino.

Ese breve resumen cumple mi voluntad:
Sea mi alma y cuerpo del cielo y de la tierra,
toma tú, esposo mío, mi gran resolución;
mi honor será el puñal que cause mi herida.
Mi vergüenza de aquel que me causo el oprobio
y todo lo que viva, de mi gloria ha de darse,
a todos los que viven y me siguen honrando.

Velarás, Colatino, mi postrer voluntad
¡y verás como fui por sorpresa entregada!
Mi sangre lavará de mí toda calumnia
y al final de mi vida me dará la pureza.
No temas, corazón, y di: "llévese a cabo"
sométete a mi mano y esta te vencerá
y una vez los dos muertos seremos victoriosos.»

Cuando este plan de muerte se pacta y se ha fijado
se enjuga de sus ojos unas perlas saladas,
con destemplada voz llama a su fiel criada,
que en ágil obediencia rauda acude a su lado,
que el deber tiene alas y pluma el pensamiento.
La cara de Lucrecia, es para la criada,
como un prado de invierno derritiendo su nieve.

Formal le da a su dama un claro «buenos días»
con voz leve y calmada propia de su modestia
y adopta una tristeza que acompaña el dolor,
de su propia señora, cuya cara se viste
de pesar, mas no osa, preguntar a su dueña,
porqué se han eclipsado los ojos de su cara
ni porqué sus mejillas son ríos de dolor.

Y así, como la tierra, llora al ponerse el sol
y la flor se humedece con un ojo turbado,
comienza la doncella a mojar con sus lágrimas,
sus irritados ojos, llenos de simpatía,
de los soles que ha puesto el cielo en su señora,
los cuales apagados, se extienden por el mar,
esto le hace llorar como una noche húmeda.

Por un breve momento permanecen las dos,
cual puentes marfileños, que llenaran cisternas
de coral. Una llora en justicia y la otra
con su llanto acompaña el dolor de su dueña,
que ambas son de ese sexo que el llanto necesita.
Intuitivas se afligen de ajenas aflicciones
y se inundan sus ojos o el corazón se rompe.

Tiene el hombre, de mármol el alma y la mujer
de cera y se modulan, tal como el mármol quiere
débiles, oprimidas, reciben la impresión
por fuerza o por engaño, o por la habilidad.
No se las llame entonces, autoras de su mal,
que, no hay malignidad, en la cera estampada,
con la cara y figura del propio Satanás.

Su suavidad parece una verde campiña,
abierta al más humilde gusano que se arrastre,
en los hombres se ocultan como en la espesa selva,
vicios que están durmiendo en lúgubres cavernas.
A través de un aumento, un punto se hace un globo,
el hombre disimula con su gesto sus crímenes
y el rostro femenino es libro de sus faltas.

Que nadie se rebele contra la flor marchita,
sí, contra el crudo invierno que maltrata la flor.
Aquello que devora, nunca lo devorado,
merece ser culpable. ¡nadie acuse las faltas
de la infeliz mujer cuando esta es deshonrada
por el viril abuso! Esos reos culpables
que hacen del seso débil esclavas de su ofensa.

Precedente es el caso de la infeliz Lucrecia,
asaltada en la noche por viles amenazas,
de una inmediata muerte y de que esta vergüenza
traería a su esposo un daño irreparable.
Estos peligros crean su propia resistencia,
cuando un miedo mortal le invadió todo el cuerpo.
¿Quién no puede abusar de un cuerpo recién muerto?

La benigna paciencia hace hablar a Lucrecia,
marchando hacia la humilde que imita su dolor:
«Hija mía» ella exclama «¿por qué viertes tus lágrimas,
que caen como la lluvia por tus blancas mejillas?
Si tu llanto es por este dolor que me compete,
sabe, gentil doncella, que no ayuda a mi enfado,
pues si ayudara el llanto, bien me habría hecho el mío.

Pero dime, muchacha, ¿cuándo partió de aquí
-y aquí lanza un suspiro- el príncipe Tarquino?»
«Antes de levantarme» responde la criada.
«Mi indolente pereza es también reprobable,
sin embargo, bien puedo, disculpar esta falta,
diciendo que salí antes de amanecer
y antes de levantarme ya no estaba Tarquino.

Mas, señora, si dejas a vuestra fiel criada
implicarse y saber de vuestra pesadumbre...»
«¡Calla!» exclama Lucrecia. «Si la pongo al corriente
de mi historia, con ello, no rebajo mi pena,
que es más grande y extensa que todas las palabras,
que esta honda tortura puede llamarse infierno,
cuando no hay oraciones que mi dolor describan.

Traerme, aquí al tormento, papel, tintero y pluma,
mas, olvida el encargo, que tengo aquí de todo
¿Qué quería decir? Al siervo de mi esposo
dile que se disponga su inmediata salida
y que lleve esta carta a mi dueño y señor.
Ordena que la lleve con ágil prontitud.
La carta lo requiere y pronto estará escrita.»

Al partir la doncella se dispone a escribir,
al comienzo dudando su pluma en el papel.
El honor y el orgullo riñen en fuera lid.
Lo escrito con razón, la reflexión lo borra;
demasiada finura, esto es cruel y brutal;
cual una muchedumbre en la cruz de salida
duda su pensamiento quien ha de ser primero.

Por fin comienza y pone: «Digno y magno señor,
de esta indigna mujer que te quiere y saluda.
¡Qué Dios esté contigo! Concédeme el favor,
amor, si quieres ver, a tu amada Lucrecia,
de ponerte en camino para venir a verme.
Así, a ti me encomiendo, desde tu casa en duelo,
que mi dolor es grande y mis palabras breves.»

Después dobla el mensaje de su inmenso dolor,
insegura expresión de su dolor real.
Por el breve resumen, Colatino, sabrá,
su pena, pero nunca, su verdadero alcance.
Ella no se ha atrevido a revelar su infamia,
para que a él no le alcance lo grave de su falta,
antes de que su sangre lave su propio honor.

La vida y la energía de su exasperación,
ella va almacenando para cuando él la escuche,
cuando con sus lamentos, quiere adornar la gracia,
de su propia desgracia y así poder limpiarla,
de sospechas que el mundo abrigue sobre ella.
Para evitar la mancha, no emborrona el papel,
hasta que con palabras busque su comprensión.

Ver una triste escena, conmueve más que oírla,
pues el ojo interpreta a sus propios oídos,
la triste pesadumbre que con su luz observa..
Cuando cada sentido responde de su parte,
el oído no escucha del dolor más que parte.
Poco ruido hace el agua que corre por el vado
y el discurso, El daño, levanta tempestades.

Una vez que ha sellado su carta en ella escribe:
«Con la mayor urgencia. A mi señor. Ardea.»
Llegado el mensajero le entrega la misiva,
ordenándole al mozo que se apresure tanto,
como el ave tardía cuando presiente el Norte,
mas esta rapidez aun le parece lenta.
Las acciones extremas son siempre radicales.

El rústico cliente se inclina ante su dueña,
ruboroso y cortés y con sus ojos fijos,
recibe la misiva sin decir sí, ni no,
y parte a toda prisa con su ingenua inocencia.
Mas aquellos que ocultan en su pecho una falta,
imaginan que advierte cada ojo su mancha,
por esto, ella imagina, el rubor del sirviente.

Cuando ¡cándido siervo! Más lo sabe, se turba
por falta de entereza y audacia temeraria;
semejantes criaturas mantienen un respeto,
que hablan bien de sus actos. Otros son descarados
que prometen la prisa y luego se demoran.
Modelo de carácter de virtudes pasadas,
al siervo contrataban por su honesta mirada.

Su instinto del deber enciende su recelo,
lo cual en rojo fuego enciende sus miradas,
ella piensa que el mozo, sabe lo de Tarquino,
y ansiosamente observa sus enrojecimientos.
Mas su honesta mirada, más aun la confunde.
Cuanto más presentía la sangre en sus mejillas,
tanto más sospechaba de que él sabe su falta.

Queda un tiempo, Lucrecia, esperando el retorno
y sin embargo, el siervo, acaba de alejarse.
El fatigoso tiempo, no sabe entretener,
pues agotó su llanto, sollozos y suspiros.
El dolor se consume y el gemido descansa,
así, poquito a poca, aplaca sus querellas,
buscando un nuevo medio de desesperación.

Le viene a la memoria un lugar donde cuelga,
un cuadro que es la estampa de la Troya de Príamo.
Frente a ella, pintada, el poder de la Grecia,
destruye la ciudad por el rapto de Helena
y amenaza su enojo a la orgullosa Ilión.
El pintor representa a una ciudad que altiva,
ve como hasta los cielos besan sus nobles torres.

A mil dolientes cosas, el arte, desdeñando
la fiel Naturaleza, le dio una inerte vida.
Mas de una gota seca representa una lágrima,
vertida por la esposa sobre el marido muerto.
Humeaba la sangre, por afán del pintor,
y e ojo de los muertos con su luz cenicienta,
eran como carbones en la noche monótona.

De verlo, hubierais visto, al labrador primero
bañado en su sudor y cubierto de polvo
y en las torres de Troya, también aparecían
los ojos de los hombres, vivos, por las troneras,
contemplando a los griegos con escaso deseo.
Tal arte se veía en esta bella obra,
que aun de lejos se observa la tristeza en los ojos.

Se veía en los jefes su porte y majestad.
Podríais ver triunfantes sus rostros vencedores,
en los ágiles jóvenes sus gestos y destreza,
mientras aquí y allí el pintor insertaba
los pálidos cobardes con paso vacilante.
A rudos campesinos, tanto se asemejaban,
que uno jura al mirarlos verles estremecer.

Entre Ajas y el Ulises, ¡oh!,cuánta exactitud,
de rasgos y carácter podían apreciarse.
Ambos rostros revelan la expresión de sus almas
y sus rostros perfectos la magnitud del ser.
En los ojos de Ajax, el rigor y al ira
y en la suave mirada, de Ulises, el tranquilo
domino de sí mismo y gran observación.

También el grave Néstor, arengando a su tropa
e incitando a los griegos al fragor del combate,
con sus graves y sobrios ademanes de mano,
que encantaba la vista llamando la atención.
Al hablar se observaba su barba plateada,
ir arriba y abajo, mientras que de sus labios,
su aliento en espiral subía hacia la altura.

En torno suyo había mil rostros boquiabiertos,
que devorar parecen su sensato consejo.
Tal atención prestaban con sus variados gestos
cual si alguna sirena su oído sedujera.
Eran altos y bajos y el pintor fue tan hábil,
que las testas de muchos parecían dispuestas
a saltar aun más alto, burlando al que los mira.

Aquí una mano de hombre en la cabeza de otro,
en sombras su nariz por causa del vecino,
aquí, otro, apretujado, retrocediendo rojo,
otro que casi ahogado expresa sus enojos
y en sus cóleras muestran tales signos de ira,
que si a perder no fueran, las palabras de Néstor,
con airadas espadas en lid se enzarzarían.

William Shakespeare