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9 de septiembre de 2008

LA VIOLACION DE LUCRECIA-PRIMERA PARTE



De la sitiada Aldea, apresuradamente,
impulsado por alas de un infame deseo,
abandona Tarquino su ejército romano
y lleva hacia Colatino, el mal fuego sin lumbre,
que oculto entre cenizas, acecha ese momento
de lanzarse y ceñir con llamas la cintura
de la casta Lucrecia, amor de Colatino.

Quizá aguzó el deseo el nombre de la casta
su embotado filo despertó su lujuria,
cuando el buen Colatino, quizá imprudentemente,
no dejó de alabar la mezcla rosa y blanco
que fulgía triunfal en su felicidad,
donde luces mortales, igual a las del cielo
a él sólo se le daban en peculiar encanto.

Pues la noche anterior, hablando con Tarquino,
le había descubierto su tesoro de dicha,
esa inmensa riqueza donada por el cielo,
al poseer por siempre a su bella consorte,
cotizando su dicha a tan alto valor,
que podían los reyes casarse con más glorias,
pero ni rey ni par con dama parecida.

¡Oh, clamorosa dicha, gozada por tan pocos
y que apenas se obtiene se esfuma y se termina,
cual plateado rocío fundido en la mañana
con los primeros rayos del resplandor del sol!
¡Oh, plazo que ya expira antes de su comienzo!
La honra y la belleza en los brazos del dueño
son débiles defensas para el pérfido mundo.

La belleza, por serlo, resalta sin ayudas
a los ojos del hombre sin pregonar su fama:
¿para qué es necesario hacer su apología,
de una cosa por rara, siempre tan singular?
¿por qué Colatino, el público orador
del valor de su joya, que debió proteger
de oídos de raptores por ser su bien preciado?

Tal vez hacer alarde de la bella Lucrecia,
sugestionó a este infame, primer hijo de rey,
que por nuestros sentidos, se tienta al corazón.
O tal vez fue la envidia de prenda tan valiosa,
que sin igual retaba toda ponderación,
la que picó en su mente y un súbdito gozara
de un lote tan dorado, que para sí quisiera.

Mas sea lo que fuere, su osado pensamiento,
le instigó con la prisa y sin mediar razones
de honor o de linaje, de asuntos o amistad,
olvidándolo todo, se alejó raudamente,
para apagar la brasa que en hígado ardía.
¡Oh falso arder envuelto en helado pesar,
primavera marchita que no envejece nunca!

Cuando llegó a Colatio, este pérfido noble,
Fue muy bien recibido por la dama romana,
en cuya faz luchaban, virtudes y belleza
¿cuál de las dos tendría mejor reputación?
Al loar la virtud la otra enrojecía
y si esta se jactaba del rubor, por despecho,
la virtud lo borraba con palidez de luna.

Mas sabe la belleza, que recibe su albura
de palomas de Venus y acepta el bello reto;
la virtud le reclama su carmín a la otra,
pues fue un préstamo dado a las edades de oro,
para servir de escudo a rostros plateados,
enseñando su uso al rubor que defiende
de todas las vergüenzas, la dulce palidez.

Este blasón tenía el rostro de Lucrecia
el rojo de belleza y el blanco de virtud;
respectivos colores de su real poder,
probando su derecho desde el Génesis mismo,
mas su ambición le instiga a proseguir la lucha
y son tan soberanas estas dos combatientes
que intercambian sus tronos en cada nueva lid.

Esta silente guerra de lirios y de rosas,
Tarquino contemplaba en la faz de Lucrecia.
Entre las castas filas sus ojos se aposentan
y entre estas combatientes teme verse morir.
Ya vencido y cautivo el cobarde se entrega,
ante los dos ejércitos. Mas le dejan partir
antes que ver su triunfo, sobre un falso enemigo.

Ahora piensa que el verbo del elocuente esposo,
el pródigo avariento, que tanto la ensalzó,
a pesar de su esfuerzo, no explicó la hermosura,
pues esta, excede en mucho la estéril narración.
Así a las alabanzas de aquel fiel Colatino,
hechizado Tarquino, responde con su mente,
sin dejar de mirar con asombrados ojos.

Esta santa terrestre por Satán adorada,
sospecha poco o nada del falaz orador
que el noble pensamiento rara vez sueña el mal.
Las aves no apresadas no temen a las sombras,
por eso confiada le da la bienvenida
y acoge con respeto al príncipe de huésped,
cuya interior maldad, no refleja su aspecto.

Amparado se encubre en su elevada estirpe
ocultando sus fines entre pliegues reales.
Nada en él revelaba su lujuria y desorden,
si acaso la excesiva mirada de sus ojos
que abrazándola toda no le satisfacía,
pues, pobre en su riqueza, carece de abundancia
y hastiado de lo mucho aspira siempre a más.

Y ella que no compite con miradas extrañas,
no puede hallar malicia en la osada mirada,
ni leer sus secretos, aun siendo transparentes,
escrito en el cristal de semejante libro
y al no usar tentaciones no temía el anzuelo,
ni presentir siquiera en su falsa mirada,
ya que sólo veía unos ojos mirándola.

El le cuenta al oído, la fama de su esposo,
adquirida en los llanos de la fértil Italia
y cubre de alabanzas la gloria de su nombre,
ilustrando el valor del alto caballero,
de sus melladas armas y coronas de triunfo.
Ella expresa su gozo, elevando sus manos
y agradece en silencio los triunfos del marido.

Con fingidos pretextos que ocultan sus motives
se excusa el vil Tarquino de su impronta llegada.
Ninguna nube indica un tiempo de tormenta
en su divino cielo, ni ella presiente nada.
Pero al llegar la noche madre de los terrores-
derrama sobre el mundo sus oscuras tinieblas
y esconde en su cubil el luminoso día.

Para entonces Tarquino, reclamará un buen lecho,
simulando cansancio y fatigado espíritu,
pues después de la cena, alarga sus historias
a la casta Lucrecia, mientras la noche llega.
Lucha el sueño de plomo con las aladas fuerzas.
Es hora del reposo, excepto los ladrones
y mentes turbulentas en permanente insomnio.

Igual que estos, Tarquino, medita más que yace,
los peligros que encierra obtener su deseo.
Su voluntad resuelve conseguir su capricho,
débiles fundamentos le aconsejan ser cauto.
Desesperado insiste para lograr el éxito,
que el premio que le espera aunque la muerte implique,
bien merece el intento, sin reparar en nada.

Los que mucho codician se muestran tan ansiosos
por adquirir sus logros, que por lo que no tienen,
disipan y derrochan sus propias pertenencias.
Y en espera del más, obtiene siempre el menos,
o si en algo mejoran, el fruto de su esfuerzo
es tan escaso y pobre, tan lleno de inquietudes,
que arruinan su riqueza, pagando el interés.

La esperanza de todos es mantener la vida
con honor y con dicha en la edad del descenso
y es preciso lograrlo, salvando los obstáculos,
al exponer los bienes en falsas mutaciones.
Por el honor, la vida, en las crueles batallas,
o el honor por el oro y más cuando este entraña,
la muerte de los seres y todo lo perdemos.

Así, nos exponemos y siempre abandonamos,
aquello que tenemos por lo que ya esperamos
y hay en la odiosa fiebre de la vil ambición,
un oculto tormento: El de la mezquindad
de lo que poseemos, de suerte que olvidarnos
nuestro bien personal y faltos de razón,
reducimos las cosas por querer agrandarlas.

Una suerte gemela, padecerá Tarquino,
al pignorar su honor por su sed de lujuria,
para satisfacerse, necesaria es su ruina.
¿Dónde hallar la verdad si uno no cree en sí mismo?
¿Cómo espera encontrar justicia en un extraño,
cuando él mismo se pierde y sin razón se entrega,
a las lenguas infames y a los días más tristes?

Ahora el tiempo ha robado la vacilante noche,
donde un sueño pesado hace entornar los ojos.
Ninguna luz de estrella le presta claridad.
Sólo se escucha al lobo y el grito de los búhos,
Ha llegado el momento de poder sorprender
al cordero inocente. Duerme la mente en paz
mientras el ladrón vela sus armas de matar.

Tarquino, lujurioso, abandona su lecho,
sobre su brazo lanza bruscamente su manto
y se agita febril de deseo y temor.
El deseo le halaga y el temor le recela,
pero el honesto miedo, al conjuro del otro,
no le instiga ni apremia para que se retire,
batido en la violencia del más loco deseo.

Golpea con su espada un duro pedernal,
para hacer salir lumbre de la gélida piedra.
De esta manera enciende una antorcha de tea,
cual estrella polar de sus lascivos ojos.
Deliberadamente le dice a sí a la llama:
«Como he logrado el fuego en esta fría piedra,
forzare a que Lucrecia se rinda ante mi fuerza.»

Pálido de temores medita en ese instante
los peligros que encierra, su detestable empresa
y en su interior discute los males venideros,
que pueden por desgracia acarrear sus actos.
Mas arroja temores y sus ojos desprecian
la indefensa armadura de su voraz lujuria
y censura en justicia su injusto pensamiento.

¡Oh, mi brillante antorcha, no le preste la luz
al rostro de Lucrecia, cuya luz te supera!
¡Y, morid pensamientos sacrílegos que manchan
con vuestras impurezas, aquello que es divino!
¡Ofreced puro incienso, en su sagrada ermita
y dejad que los hombres aborrezcan la acción,
que empaña la modesta túnica del amor!

¡Oh, vergüenza del arma y de los caballeros!
¡Oh, deshonor innoble del familiar sepulcro!
¡Impiedad que encarcela a sus horribles daños!
¡Un hombre tan marcial, esclavo de este amor!
El valor verdadero debiera ser respeto.
Mas mi acto es tan vil, mi condición tan baja,
que quedará grabada para siempre en mi rostro.

¡Moriré y el escándalo ha de sobrevivirme,
hiriendo la mirada que vea mi armadura!
Inventará el heraldo la barra degradante,
que atestigüe el exceso de mi propio delirio
y mis hijos y nietos, también avergonzados,
maldecirán mis huesos para salvar su alma,
al desear que el padre nunca hubiera existido.

¿Mas qué gano si obtengo aquello que deseo?
Soñar, un soplo, espuma de un mal furtivo gozo.
¿Por gozar un minuto, llorar una semana?
¿Vender la eternidad por lograr un juguete?
Por un dulce racimo ¿quién a ruina una viña?
¿Qué loco pordiosero, por tocar la corona,
se expondría a morir por el peso del cetro?

Si viera Colatino en sueños mi intención
¿no se despertará y en una rabia loca,
correrá a este lugar a prevenir mis actos,
este asedio constante de su buen matrimonio,
este borrón de imberbe, percance de cordura,
virtud agonizante, superviviente mancha,
cuyo crimen arrastra una deshonra eterna?

¡Oh! ¿Qué excusa podrá imaginar mi falta,
cuando en justicia acuses de tan oscura acción?
¿Será muda mi lengua? ¿Mis piernas temblaran?
¿Se quedará al fin ciego mi falso corazón?
Cuando la culpa es grande, el temor es mayor
y llevado a ese extremo ni lucha ni se esconde,
sino que de terror muere, como un cobarde.

Si Colatino mata a mi padre o mi hijo
o tiende una emboscada para buscar mi muerte,
si no fuera mi amigo, quizás este deseo
de ultrajar a su esposa, tendría alguna excusa;
quizás en la vergüenza o lavar las ofensas.
Pero como es pariente y mi preciado amigo
la vergüenza y la falta no encontrarán excusas.

Que vergüenza si el hecho llegara a conocerse,
es vil, pero no existe, el odio si se ama.
Imploraré su amor, sabiendo que es de otro,
mas lo peor sería que ella me rechazara.
Mi voluntad es fuerte, mas mi razón es débil.
Quien teme una sentencia o el refrán de un anciano,
se deja intimidar por un cuadro pintado.

Irreprensiblemente, mantiene la disputa,
con la fría conciencia y al ardiente pasión,
hasta que al fin despide los buenos pensamientos
y estimula en su uso lo peor de su mente,
la cual en un instante, confunde y aniquila,
los impulsos honestos y van tan en vanguardia
que hasta lo vil parece una acción virtuosa.

Y se dice a sí mismo: «Ella fue afectuosa
y ha mirado en mis ojos buscando las noticias,
de algún nuevo desastre de la facción guerrera,
en la que bravamente luchaba Colotino.
¡Oh, cómo su terror la hizo ruborizarse!
Primero, como rosas, volcadas sobre lino
y luego como el blanco del lino sin las rosas.

Y ¡cómo fue su mano en la mía encerrada,
que me obligó a temblar como temblaba ella!
Esto la entristeció y se aferró más fuerte,
hasta que se enteró del bien del buen esposo.
Entonces. sonreía, tan dulce y tan alegre,
que si el propio Narciso así la hubiera visto,
nunca se hubiera ahogado por amor así mismo.

¿Por qué voy a la caza de pretextos o excusas?
El orador es mudo si litiga belleza
y al pobre desgraciado le remuerden sus faltas.
El amor no prospera si el alma tiene sombras.
La pasión me conduce por ser mi capitán
y si está desplegado el alegre estandarte,
el más cobarde lucha sin rendirse jamás.

¡Fuera, pues, pueril miedo! ¡Muere vacilación!
¡La razón y el respeto escoltan a los viejos!
Mi corazón, jamás, irá contra mis ojos.
Meditar lo pensado es trabajo de sabios,
mi papel es del joven que en escena los tira.
El deseo es mi guía. La belleza mi premio.
¿Quién teme, pues, hundirse, mirando su tesoro?»

Como el trigo se ahoga entre las malas hierbas,
la quietud se sofoca si media la lujuria.
Se desliza este príncipe con el oído atento,
con su esperanza infama y recelo febril.
Ambos son servidores de la vil injusticia,
que le turban con tantas, contrarias persuasiones,
que ora proyecta un pacto y luego una invasión.

Mas dentro de su mente, sólo existe Lucrecia
y en aquel mismo trono, se sienta Colatino.
Con uno de sus ojos adora a la más bella
y con el otro admira la fuerza del guerrero,
mas este no se inclina por atender razones
y trata de atraer al noble corazón,
el cual ya corrompido toma el peor partido.

Y entonces estimula sus serviles poderes,
los cuales halagados por su jocundo jefe,
le llenan de lujuria, como el reloj de horas
y creen en la audacia que el capitán le inspira,
pagando un homenaje más servil del que deben.
Locamente guiado por su infame deseo
va el príncipe romano al lecho de Lucrecia.

Los cerrojos que existen, entre alcoba y deseo,
forzados por su ira, retiran sus escudos,
pero al dejarle paso critican su maldad
con su rechinamiento. Apenas reflexiona:
Los cerrojos chirrían advirtiendo mi paso,
nocturnas comadrejas, chillan cuando me ven,
me asustan, mas no sabe, que doy pavor al miedo.

Cada vez que una puerta le franquea la entrada,
a través de rendijas, de puertas y balcones,
quiere el viento apagar su antorcha y detenerle
y le sopla en los ojos el humo que despide
tratando de que muera la claridad que guía.
Su ardiente corazón, abrasado en deseos,
aviva con un soplo la luz de aquella antorcha.

Con la luz reanimada, acierta a descubrir,
un guante de Lucrecia, donde prende una aguja,
lo coge de la estera en que está abandonado
y al tomarlo, la aguja, le aguijonea un dedo,
como para decirle: «Este guante no usa
de juegos tan lascivos, vuelve atrás raudamente
ya ves que somos castos, por ser de la señora.»

Los frágiles obstáculos no logran detenerle,
e interpreta el reproche en el peor sentido:
Puertas, vientos y guantes apenas le retardan
y tal como accidentes que le prueban, los toma.
O el resorte que impulsa la hora del cuadrante
y retardan el tiempo que miden con su marcha,
porque cada minuto quede en paz con su hora.

¡Bah! dice, estos obstáculos son para mi aventura,
como fugaz helada en primavera,
para añadir encanto a los hermosos días
y ofrecer a las aves la razón de su canto.
Paga con interés, la fatiga, sus prendas.
Las rocas, vendavales, piratas y mal tiempo,
son terror del que merca, su tesoro a su patria

Llega en este momento, al umbral de la alcoba,
que cierra a cal y canto el cielo de su mente.
Mas sólo hay un cerrojo que le impide la entrada
y separa en su busca el deseado objeto.
La impiedad le enajena a tal punto su alma,
que por lograr su infamia, incluso reza al cielo,
como si el cielo fuera cómplice de su crimen.

Mas en medio de aquella, plegaria infructuosa,
después de haber pedido la mediación divina,
que le otorgue a Lucrecia para gozar su infamia
y que en este momento los hados le consuelen,
se detiene y exclama: «¡Difícil es mi empresa!
los poderes que invoco, me repudian el hecho.
¿cómo podrán estar a mi lado en el acto?

Sean, pues, mis estrellas, mi amor y mi fortuna.
Mi voluntad se apoya en mi resolución.
El pensamiento es sueño, si no prueba su efecto.
El pecado más negro, la absolución lo limpia.
El hielo del temor el amor lo derrite.
Ciego se encuentra el cielo, la noche tenebrosa
cubrirá la vergüenza, tras el dulce deleite.»

Con su mano culpable, salta el leve pestillo
y abre con su rodilla de par en par la puerta.
La paloma ante el búho, duerme profundamente.
La traición, así obra, cuando no es descubierta.
Quien descubre la sierpe se aparta de su lado,
mas ella nada teme en su dormir profundo,
yaciendo a la merced de la mortal punzada.

Ya dentro de la alcoba el vil se precipita
y contempla aquel lecho, puro e inmaculado.
Corridas las cortinas, ronda a su alrededor,
sus insaciables ojos en sus órbitas giran.
Su alma se alucina por su enorme traición,
que da en seguida orden a la traidora mano,
para apartar la nube que esconde al bello sol.

Igual que el reluciente sol de rayos de fuego,
que supera las nubes y ciega nuestros ojos,
corridas las cortinas, los ojos de Tarquino,
parpadean cegados por una luz mayor.
Quizás el resplandor que emana ella dormida,
ofusca su mirada o un resto de pudor,
mas están tan cerrados que al abrirlos se nublan.

¡Si se quedaran ciegos en su oscura prisión!
Quizás hubiera visto el fin de su maldad

y hubiera Colatino, reposado a su lado
tranquilo y confiado en su honorable lecho.
Pero es preciso abrirlos y matar esta unión
y que la santa esposa abandone su dicha,
su alegría, su vida y su goce del mundo.

En su mano de lirio, descansa su mejilla,
como impidiendo el beso de la legal almohada,
que airada ante el desprecio, se divide en dos partes,
buscando en las orillas la gloria que le falta.
Entre las dos colinas sepulta su cabeza
y tal así se ofrece, cual virtuosa estatua,
al libertino ojo del profano Tarquino.

Su otra mano se posa, fuera del dulce lecho,
sobre la colcha verde y su albura perfecta
es una margarita de Abril sobre la hierba,
con el sudor perlado, cual rocío nocturno.
Son sus ojos, caléndulas, cerradas a la luz
y engastados en sombras, confiados reposan,
hasta que en su abertura se adorne el nuevo día.

Sus dorados cabellos, jugaban con su aliento.
¡Oh, castidad lasciva! ¿Apasionada casta!
Tal lucía la vida sobre el mapa mortal
y la sombría muerte, sobre el último aliento.
En su tranquilo sueño, las dos eran hermosas,
como si no existiera rivalidad alguna
y la vida y la muerte, vivieran hermanadas.

Sus senos como globos de marfil azulados,
inmaculados mundos, aun sin conquistar,
no saben de otro yugo, que el de su buen señor
y bajo juramento, le eran fidelísimos.
Estos mundos engendran la ambición de Tarquino
y usurpador se acerca su instinto criminal
a derrocar del trono a su fiel propietario.

¿Qué podía mirar, que mitigue el deseo?
¿Cómo amainar su anhelo, sin codiciar el mal?
Todo cuanto contempla le produce delirio
y su voraz mirada se ceba con sus ansias.
Hay más que admiración en aquello que admira:
Las azuladas venas, el cutis de alabastro,
sus hoyuelos de nieve y el coral en sus labios.

Como el león furioso que juega con su presa,
cuando el hambre se calma con la fácil conquista,
así, Tarquino, goza, ante el alma dormida
y su feroz deseo se calma con la vista
aunque no se contiene, porque estando a su lado,
sus ojos que demoran su propia rebelión,
excitan a su sangre a un tumulto mayor.

Estímulos esclavos del mísero pillaje,
cual vasallos curtidos por brutales proezas.
Asesinos que gozan con toda violación,
sin respetar el llanto de niños ni de madres,
se inflaman con su orgullo esperando el ataque:
Su corazón latiendo, da la señal de alarma,
advirtiendo cautelas en la fogosa carga.

El latir de su pecho ilumina sus ojos
y su ardiente mirada es guía de su mano.
Orgullosos los dedos de tanta dignidad,
humeantes de orgullo, toman su puesto armado,
en el desnudo pecho del dulce territorio.
La mano va escalando las venas hacia el seno,
que pálidas se esfuman por las erguidas torres.

Las venas se dirigen al tranquilo aposento,
donde duerme y reposa su dueña y soberana,
advirtiéndole al punto del inminente asedio.
Asustada la dama por los confusos gritos,
bruscamente despierta con asombrados ojos
y al tratar de mirar el confuso tumulto
se sienten deslumbrados por la humeante antorcha.

Figurarse a Lucrecia en la profunda noche,
arrancada del sueño por la horrible visión,
de un lúgubre fantasma sin saber si es real,
cuyo horroroso aspecto le hace temblar el alma.
¡Qué terror! Pero ella aun siente más terror,
pues, salida del sueño, claramente distingue,
la aparición que vuelve su sueño realidad.

Confundida y envuelta por miles de temores,
como un pájaro herido por la certera muerte,
no se atreve a mirar mas ve en su parpadeo,
los terribles espectros que raudamente pasan.
Piensa que estas visiones, son sueños del cerebro,
furioso al ver que el ojo se oculta de la luz,
castigando su sombra con visiones peores.

La mano de él, que aun yace, sobre el pálido seno.
¡Rudo ariete que arroya, semejante muralla!
Nota su corazón. ¡Pobre esclavo asustado!
Que herido ya de muerte, se levanta y derrumba,
golpeando la mano que saquea su cielo.
Tarquino hierve en rabia sin la menor piedad,
tratando de abrir brecha en la dulce ciudad.

Primero a trompetazos, comienza con su lengua,
a hablar en son de paz a su tímida amiga,
la cual bajo la sábana, asoma su mentón
de albura y se pregunta la razón de este ataque.
El le explica las causas, con gestos, sin palabras,
mas ella le suplica que no existe razón,
ni motivo que albergue el color de su daño.

Tarquino le replica: «El color de tu cara,
que aun colérico hace palidecer al lirio
y enrojecer la rosa púrpura de vergüenza,
abogarán por mí y mi historia de amor.
Bajo ese colorido he venido a escalar
tu inconquistable torre; tuya, pues, es la culpa,
ya que han sido tus ojos los que a mí te entregaron.

Y quiero anticiparme si quieres engañarme:
Tu belleza es la trampa que ha tendido este lazo,
en la que tú, paciente, debes ceder al acto,
te eligió mi deseo a este gozo terrestre,
al que con mi gran fuerza, traté de dominar,
pero cuando el reproche y la razón lo matan,
la luz de tu belleza, le daba nueva vida.

También veo los males que ha de causar mi empresa
y sé que las espinas defienden a las rosas.
Un aguijón defiende el robo de la miel
y esto bien lo comprende la voz de mi prudencia.
Pero el deseo es sordo y no escucha el consejo,
pues sólo tiene ojos para ver tu hermosura
y al ver tanta belleza, va contra toda ley.

Aun en mi propia alma, esto lo he debatido
y el daño y la vergüenza y el dolor que ello engendra;
pero nada controla mi curso de pasión,
ni ha de parar la furia de su ciega salida.
Lágrimas de pesar, seguirán a este acto,
mil reproches, desdenes y enemistad mortal,
sin embargo, yo insisto en abrazar mi infamia.»

Dicho esto, va y blande, su romano jastial,
como un halcón que extiende en el aire sus alas,
cubriendo así a la presa con la sombra del vuelo.
Su pico la amenaza si trata de elevarse
y ella bajo el insulto de su espada romana,
oyendo lo que dice, se siente inofensiva,
como cuando las aves son presa del azor..

«¡Lucrecia!» exclama, loco, «te gozaré esta noche
y si tú me rechazas, me abrirá ese camino,
mi fuerza, que en tu lecho, trata de destruirte,
tras lo cual, mataré a tu mísero esclavo,
para quitarte vida y honra al mismo tiempo.
Después, le dejaré, en tus brazos inertes,
jurando darle muerte, cuando le vi abrazarte.

De esta forma tu esposo, si es que aun sobrevive,
será objeto de mofa de todo ser viviente.
Tus deudos, de vergüenza, no mirarán de frente
y todo tu linaje tendrá un nombre bastardo,
mientras que tú, la autora, de tu propia deshonra,
verás que tu delito será citado en rimas
y cantado por siempre por los niños a coro.

Mas si cedes, te juro, ser tu amante secreto
y una falta ocultada es sólo un pensamiento
y si un pequeño daño, alcanza un buen final,
es en cualquier política un empeño legal.
Cuántas veces, la hierba venenosa, se mezcla
con un compuesto puro, y una vez aplicada
la ponzoña en su efecto, por el se purifica.

Así, pues, por el bien, de tu esposo y tus hijos,
escúchame este ruego: no legues a tu dote,
la vergüenza que ellos, jamás podrán borrar,
la mancilla que nunca podrá ser olvidada,
cual marca del esclavo o cruz de nacimiento,
pues la señal del hombre, si la lleva al nacer,
son faltas de Natura, no de su propia infamia.»

William Shakespeare