1
«Huyen las nieves, viste yerba el prado,
enriza su copete el olmo bello;
humilla el verde cuello
el río, de sus aguas olvidado;
para sufrir la puente,
murmura de sus ojos la corriente.
Muda a veces la tierra, triste y cano
mostró en blancura el rostro igual al cielo.
Desechó, ufano, el hielo;
vistió el manto florido del verano;
mostrónos su alegría,
en brazos de horas, el hermoso día.
El que altivo luchaba con la tierra
y, aunque fuerte, temía entre sus brazos,
da apacibles abrazos
al alto roble que templó su guerra;
y, siendo tan violento,
sólo es ladrón en flores, de su aliento.
Muestra el fértil otoño, caluroso,
el escondido rostro en fruto y flores,
envidian sus colores
en arco el iris, en su carro hermoso
el dueño del Oriente:
afrenta el hielo la risueña fuente».
Esta verdad dijeron, cuando daba,
celos, deshecha el alma en triste llanto
por tu ausencia, entre tanto,
que mi dicha tu olvido disfrazaba,
para engañarme, en perlas:
salió el alma a los ojos para verlas.
Mas la esperanza firme, por ser mía,
así altiva responde a su tirano:
«Vuelve el invierno cano,
volverás, Celia, cual la escarcha fría:,
en su verdad espero,
si a manos antes de mi fe no muero».
2
Baña el cansado rostro, caluroso,
en el soberbio mar el sol, y, triste,
celos y agravios viste
el viudo prado y viudo cielo hermoso,
y, por gemir enojos,
trocara en lengua sus dorados ojos.
De su tierno escuro temerosas,
son cárcel de sí mismas, enojadas,
las flores, encerradas
entre sus verdes brazos, y, llorosas,
niegan su blando aliento,
por no darle a la noche envuelto en viento.
Los laureles, que alzados requebraban
con amorosa voz el alto cielo,
prestan lenguas al suelo,
y endechas lloran los que amor cantaban:
y, por su dueño ausente,
llanto es la risa de la hermosa fuente.
La blanca Aurora con la blanca mano
abre las rojas puertas del Oriente;
ofrece, firme ausente,
las lágrimas lloradas, verde, el llano,
que él medio heló al verterlas
y entre esmeraldas las guardó por perlas.
Desata, alegre, el placentero gusto
la dulce voz del ruiseñor pintado;
lamenta en delicado
acento el mando de la noche injusto,
y, firme en su congoja,
ya en voz es ave, ya en color es hoja.
El álamo, que fue a la temerosa
vid, de la noche escura amparo y guarda,
trepa, alegre y gallarda,
a ver del claro sol la luz hermosa,
y por la nueva dada,
le corona la frente levantada.
La tristeza que el cielo, el ancho prado,
pasa sin sol; el gusto y alegría
con que recibe el día,
al verse de sus rayos coronado,
mi pecho, ¡oh Celia!, siente:
en tu presencia, vivo; muerto, ausente.
3
Crece a medida de mi ausencia amarga,
que es de mi fe la basa, su fiereza,
con mi amor firmeza,
más fuerte y alto mientras más se alarga.
¡Ay!, soberbio gigante
el cielo mide, un tiempo tierno infante.
De mis dulces memorias oprimido,
corre al soberbio mar más presuroso
Guadalete quejoso
dure tanta memoria en tanto olvido,
y, de la fe admirado,
huye, no corre ya, de mi cuidado.
Antes, del tiempo, la cerrada pluma
corte a sus filos negará, rendida;
la mar embravecida
antes no escribirá con blanca espuma
contra la nave airada
la sentencia en sus olas fulminada;
antes, cuando el sol sale más hermoso,
dejará de envidiar tu rostro bello,
y el cristalino cuello,
de su carro el Aurora, presuroso,
y las discretas flores
lo mejor de su ser en tus colores,
que deje el pecho tan dichosamente
de adorar esos ojos soberanos
y ofrecer con sus manos
su laurel, aunque humilde, a aquesa frente;
y a mí, el que he merecido,
Guadalete, por firme, entre su olvido.
4
¡Oh tú, detén el paso presuroso!
Ciego, cual yo me vi, deténle ruego,
antes que afirmes por tu mal lloroso
y alimenten tus lágrimas tu fuego;
acorta el paso, y sólo aquesto advierte:
te sobra tiempo de buscar tu muerte.
Antes que entregues ciego a un mar airado
cuanto manso le ves, tu navecilla,
y trueques de ti, ay triste, ay desdichado,
por su engañoso golfo aquesta orilla,
aconséjete, ¡oh Mopso!, aquesta entena
y aquesta quilla que aun le viste arena.
Mira esta rota entena, que ofrecía
en sus brazos desprecio al mayor viento,
mira la fuerte proa, con que abría
de su engañoso humor el elemento,
vestir de ejemplo aquestas playas solas,
y de desprecio y burla aquellas olas.
Mira la jarcia, freno con que pudo
regirse mientras, cuerda, sufrió freno,
atestiguar, aunque testigo mudo,
lo que yo te aconsejo y lo que peno;
mira esta tabla, deste ramo asida,
ministro de mi muerte y de mi vida.
Mi vestidura apenas ha dejado,
humedecida gracia a mi ventura,
reliquias triste del humor salado,
aun de su bien y el mío no segura;
colgar la ves y allí temblar su daño,
opuesta al claro sol del desengaño.
Cual tú, hermoso mar de hermosos ojos
hallé; dichosa se llamó mi suerte,
vistieron su bonanza sus enojos;
sus enojos también la misma muerte,
y della y dellos escapó mi vida,
amarga, apenas desta tabla asida.
Esta entena que ves, la coronada
playa, de las astillas de mi leño;
la jarcia, en esas peñas abrazada:
testigo mío, ejemplo tuyo enseño;
dichoso tú, si en desventura ajena,
sabes joven, buscar la tuya buena.
Hija de noble selva, cual presume
tu nave altiva y fuerte, fue la mía;
mas este anciano tiempo que consume
cuanto miras, la trujo al postrer día:
y a ti, cual trujo a mí, si aquesta mudo
ejemplo, a su poder no te es escudo.
Aunque mudo, te habla, y el violento
enemigo, que buscas, espantoso,
en lenguas, te dirá del fuerte viento,
mi verdad y tu engaño lastimoso:
que poco servirá llorar la tierra
a quien un sordo mar y cielo encierra.
Mi ejemplo, la razón, mi triste llanto
cuanto saben te dicen y has oído.
Sigue tu bien, tu mar, si bien es tanto,
que, si en él entras, con razón perdido
serás; ¡y, bien dichoso, si alguna haya
rota concede beses esta playa!
5
Sosiega, ¡oh claro mar!, el ancho velo,
muestra el rostro amoroso,
seguro que esta vez te envidia el cielo.
Goza blando reposo,
mientras mi dueño hermoso,
siendo sol en tus ondas da a los cielos
su rostro envidia y tu sosiego celos.
Sosiega las espumas, codiciosas
de robar a la esfera
los Peces que las hacen más lustrosas,
goce tu vista fiera
urca altiva y velera,
que una pequeña barca sufre apenas,
sin tan gran dueño, el lastre de mis penas.
Si por besar sus plantas, bullicioso,
muestra tu cristal ceño,
(¡cuánto puede el temor!) aunque celoso,
cuando el terreno isleño
besare el pie a mi dueño,
extendiendo sereno, ¡oh mar!, tus lazos,
le robarán sus besos tus abrazos.
¡Ay, cuánto fue cruel el que primero
aró el campo salado!
¡Ay, cuánto, ay cuánto fue de puro acero!
Teme el pecho abrasado,
de un risco fue engendrado,
pues no gimió también su osado intento,
de miedo el triste, si de enojo el viento.
¿Con qué rostro temió la cana muerte
aunque más espantoso?
¿Con qué rostro miró su altiva suerte?
¿Quién no temió furioso,
tal, el mar proceloso,
pues subiera sin fin su osado vuelo
a no impedillo con su frente el cielo?
¡Oh, duro pecho aquél, oh duros ojos
no anegados en llanto,
pues no temieron ser tristes despojos
ya, hechos, del espanto,
cuando miraron tanto
morador escamoso beber fiero,
y vista hambrienta, aun al veloz madero!
Mas ya mis quejas veo han suspendido
sus enojos al viento;
y en lazos de cristal claro, extendido,
se muestra el que violento
buscó en el cielo asiento,
y ya la playa, que azotaba airado,
blando regala, abraza sosegado.
Y a ti, ¡oh sereno mar!, que ya süave
gozas sosiego y calma,
en nombre mío, de mi dueño y nave,
recebirás por palma
desta cordera el alma,
que, a tu blando sosiego agradecida,
la desnuda mi mano de su vida.
Luis Carrillo de Sotomayor